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“Sobre el plagio”

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“Manos que dibujan” (1948), de Maurits Cornelis Escher.

 

Otro cantar sería si, como le gustaba repetir a Borges citando a Paul Valery, la historia de la literatura (y por ende de toda escritura) fuese una historia del pensamiento y no interviniese en ella un solo nombre propio. Impracticable y ciertamente impreciso, ese ideal está lejos de regir en un mundo donde los autores y los derechos de autor se han impuesto con fuerza de ley. En Sobre el plagio, Hélène Maurel-Indart intenta acercarse a los múltiples problemas estéticos, jurídicos y económicos que implica el fenómeno del “robo de palabras”.

En la antigüedad no existía, al parecer, el problema de la propiedad literaria en el sentido jurídico del término, si bien (como se nota ampliamente en Aristóteles y en Marcial) sí existía una reprobación moral y pública. Sabemos que la literatura latina es a menudo una imitación servil de los maestros griegos. Pero Séneca claramente establece: “Haga esto nuestra alma: oculte todos los elementos de que se ha nutrido y muestre solamente lo que, a base de aquéllos, ha sabido elaborar”. Consideremos, de todos modos, lo escaso y costosos que eran los manuscritos, “¿y quién de la opinión pública habría podido reconocer los muchos préstamos que Virgilio tomó del poeta Ennio, de Lucrecio, de Vario?”. A las víctimas sólo les quedaba recurrir a la sátira y al epigrama.

En efecto, anota Maurel-Indart, el gran cambio ocurre con la invención de la imprenta en 1436 y del papel en 1440. Pero durante mucho tiempo traducir es escribir, también porque ese ejercicio está lejos de ser una versión literal. Célebres son los casos de Rabelais y de Montaigne, que desplazan las fronteras entre copia y creación, lo que la autora del libro llama “pillaje creador”. Pero ya existía una clara conciencia de la originalidad, de la individualidad y de la propiedad personal de una creación. Cervantes declaraba en sus Novelas ejemplares: “A esto se aplicó mi ingenio, por aquí me lleva mi inclinación, y más, que me doy a entender, y es así, que yo soy el primero he novelado en lengua castellana, que las muchas novelas que en ella andan impresas todas son traducidas de lenguas estranjeras, y éstas son mías propias, no imitadas ni hurtadas: mi ingenio las engendró, y las parió mi pluma, y van creciendo en los brazos de la estampa”.

La historia recuerda al bien apodado Richesource (“Ricafuente”) que creó una escuela de plagiarismo, allá por 1667, enseñando “a recoger en los jardines ajenos las flores y los frutos que no nacen en los propios; pero a recogerlos con tanta sutileza que el público no pueda percibir ese inocente robo”.

Basándose casi exclusivamente en ejemplos tomados de la literatura francesa, la autora analiza los presuntos, supuestos o claros casos de plagio en autores como Montaigne, Pascal, Molière, Corneille, Racine, Rousseau, Chateaubriand, Stendhal, Dumas, aunque en muchos casos se trata de lo que podríamos llamar “imitación creadora”, ya que la literatura siempre se ha nutrido de ella misma.

En el siglo XX, los medios de difusión, las prácticas editoriales y los concursos literarios abrieron nuevas vías al plagio, con riesgos “proporcionales a las ganancias”. Maurel-Indart, siempre recurriendo a casos de la literatura francesa, recuerda los más célebres casos de denuncias y juicios por plagio.

Inevitablemente -como siempre que se trata el tema- la autora recuerda el cuento de Borges “Pierre Ménard, autor del Quijote”: “De ninguna manera se trata de copiar, sino claramente de escribir una obra verbalmente idéntica, en realidad, más sutil, más rica. Incluso, si hubiera que entregarle a uno o a otro el premio al mérito, Ménard le ganaría a Cervantes... Más que una superchería o una broma, este cuento de Ficciones revela cierta concepción de la obra literaria, para siempre inseparable de su contexto espacio-temporal”.

Más adelante, la autora propone un análisis sobre las diferencias básicas entre la reglamentación francesa sobre derecho de autor y el copyright en Inglaterra y Estados Unidos.

Más allá de las remanidas consignas sobre la muerte del autor, o sobre el reciclaje que opera el posmodernismo literario, el mito del escritor todopoderoso no ha muerto, ese “creador de una obra concebida como emanación original de su universo mental”. Es más, sostiene la autora, incluso en las últimas décadas del siglo XX se ha favorecido “la vuelta del autor”. Publicó Fondo de Cultura Económica.