Espejos sobre un mito

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“Medea” (1862), de Eugène Delacroix.

 

Por Silvio Cornú

“Medea”, de Christa Wolf. Traducción de Miguel Sáenz. El Cuenco de Plata. Buenos Aires, 2014.

El mito cuenta que para conquistar el trono de Yolco, Jasón acepta la apuesta de buscar el vellocino de oro resguardado en un lejano reino. Jasón reúne a los mayores héroes de Grecia y a bordo del Argo, una nave extraordinaria con cincuenta remeros, surca los mares (1) y sobrelleva numerosas aventuras antes de llegar a la Cólquida, donde se encuentra el vellocino sagrado.

Jasón expone al rey Eetes su misión; el rey pone como condición para darle el vellocino una serie de pruebas imposibles. Pero Medea, hija del rey, sacerdotisa de Hécate, ciegamente enamorada de Jasón, promete ayudarlo si éste jura llevarla consigo. Aunque Jasón cumple con las pruebas, el rey no está dispuesto a ceder su tesoro. Jasón, siempre con el auxilio de la maga Medea, roba el vellocino al que resguarda un enorme dragón, y escapan a bordo del Argo. Medea lleva en su fuga al hermano Apsirto. El rey los persigue y, entonces, Medea descuartiza al hermano y va tirando sus restos al mar para retrasar la marcha de su padre, obligado a recoger uno a uno los despojos de su hijo para poder enterrarlos.

Luego de una visita de purificación a la hechicera Circe, tía de Medea, y de otras aventuras (entre ellas la consumación de la unión entre Jasón y Medea, condición para que ella no sea restituida a su patria), llegan a Yolco, de donde también deberán huir para refugiarse en Corinto. El rey del lugar, Creonte, concierta el casamiento de Jasón con su hija Creúsa. El desquite de la celosa Medea es terrible: regala una túnica envenenada que abrasa a la novia y, para desesperar a Jasón, asesina a los dos hijos que ha tenido con él.

El mito, una de cuyas versiones puede leerse en el Libro VII de Las Metamorfosis de Ovidio, fue, además, objeto de memorables obras (de Eurípides y Séneca en primer lugar), de óperas (de Charpentier, Cherubini, Milhaud y Theodorakis, entre otras muchas) y de transposiciones varias (como el famoso filme homónimo de Pasolini con María Callas o el titulado en español Grito de mujer, de Jules Dassin, con Melina Mércuri). A esa rica tradición se suma con excelencia Medea, de Christa Wolf (Polonia, 1929- Alemania, 2011).

Wolf reconsidera el mito desde un ángulo que revierte la figura de la protagonista y del contexto político que la rodea. Medea es aquí inocente. No descuartiza a su hermano; no traiciona a su patria (o mejor, tiene justificaciones para querer huir de ella, ya que su padre asienta su trono sobre sangre injustamente derramada); no asesina con artes mágicas a la prometida de Jasón (al contrario, ha tratado de ayudarla a superar su epilepsia); no mata a sus propios hijos. Todas son calumnias del poder instituido en los reinos por los cuales Medea pasa, ya que son tronos levantados merced a sacrificios humanos de la propia sangre, secretamente guiados por verdaderos traidores.

Más allá de esta interesante y nueva visión de Medea desde la perspectiva del poder confabulado contra el individuo, lo realmente destacable de este libro de Christa Wolf es su fuerza poético-trágica que de alguna manera se inscribe en la tradición de esa obra maestra de la literatura alemana contemporánea, La muerte de Virgilio, de Hermann Broch.

Polifonía estructurada en capítulos que responden a distintas voces del drama, esta Medea presenta el mito tal como ha llegado a nosotros, pero variando paulatinamente las causas y los sucesos con acertada verosimilitud. El vellocino sagrado, en la base de la historia, adquiere en Wolf una apariencia nada quimérica: una piel de carnero que fue usada en los torrentes de montaña para retener el polvo de oro que las aguas arrastraban desde el interior de las montañas, una piel de carnero que había querido valorarse como símbolo de fecundidad masculina. Finalmente, se trataría de un cuero “hasta ahora poco apreciado” que se vuelve precioso cuando aparece alguien que lo codicia.

Ya en Kassandra (2), Christa Wolf había recurrido a la mitología griega, sosteniendo un notable equilibrio entre el escenario de la antigüedad y el largo monólogo que conforma la novela, de una actualidad que atañe tanto a la poética de Wolf como a la revisitación del tema: el castigo de la desatención y del desprecio que suele acompañar a quienes saben ver la realidad desnuda (en la que está cantado el futuro), tal como cae el castigo divino sobre la profetisa Casandra para que nadie crea en sus augurios.

“Hablar con mi propia voz: el mayor deseo. Ni más, ni otra cosa he querido nunca”, confiesa Casandra. Es el deseo que Wolf evidentemente satisface en estos antiguos redivivos.

(1) “Un punto solo m’è maggior letargo/ che venticinque secoli a la ‘mpresa/ che fe’ Nettuno ammirar l’ombra d’Argo” (“Un punto solo me causa más letargo/ que veinticinco siglos a la empresa / con que la sombra del Argos deslumbró a Neptuno”). Dante Alighieri, en el último canto de su “Comedia”, aprovecha el mito de esta gran nave que surca por primera vez los mares (dando origen a la civilización y al comercio) para crear un símil de extraordinaria fuerza. Dante ha atisbado a Dios y siente imposibilidad de expresar lo que ha visto. Y entonces dice que ese solo segundo de éxtasis es mayor materia de estupor, de aturdimiento (“letargo” escribe Dante y el mismo término suelen usar los traductores al castellano) que el asombro de Posidón (o Neptuno) al ver sobre él pasar la sombra de la nave Argo tras veinticinco siglos de poderío desde su abismo. Profundidad de siglos y de mares no son nada, dice Dante, comparado con su propio instante visionario.

(2) “Casandra”. Traducción de Sven Olsson y Pola Iriarte. Editorial Cuarto Propio. Santiago, Chile, 2000.