¡Me olvidé la contraseña!

¡Me olvidé la contraseña!

En todo este tiempo, cualquier tipo o tipa de más de cuarenta vio innumerables cambios tecnológicos en su vida. Cambió el televisor, apareció la compu y el celular, cambió la moda, las relaciones, el transporte, el laburo. Y aparecieron las contraseñas (o password). Más incorrecta será tu hermana.

TEXTOS. NÉSTOR FENOGLIO ([email protected]). DIBUJO. LUIS DLUGOSZEWSKI ([email protected]).

 

Lo más secreto que podíamos tener era una caja de cartón con la colección de etiquetas de cigarrillos de todo el mundo, debidamente escondida en el ropero, detrás de las perchas. Y las chicas, quizás, una cajita con candado (con la llave a mano y a la vista) para ocultar aros o cartas. Pero pasaporte, contraseña, password, ninguna.

No recuerdo cuál contraseña debimos aprendernos primero. Pero en un abrir y cerrar de ojos o de cuentas, nos llenamos de contraseñas. Al principio hasta era simpático. Eran unas contaseñitas, un guiño cómpllice, algo que nos hacía sentir importantes, considerados, especiales. Esos primeros códigos que nos abrían puertas resguardadas a los ojos del resto de los mortales, tenían cuatro caracteres y uno podía recordarlos con facilidad porque o era el nombre de tu hijo, de tu mascota o de tu pareja. Y no hago ninguna asociación o comparación tonta entre mascota y pareja.

De golpe debimos tener una contraseña para operar con el banco. También una clave fiscal. Dentro del banco, necesitás una contraseña para el cajero automático, que no necesariamente es la misma que la de la home banking. Y todo comenzó a complicarse definitivamente con la irrupción (decir aparición es minimizar el fenómeno) de los e-mail y las redes sociales. Incluso los más remisos, descubrieron el (in) discreto encanto de contar con más de una cuenta de correo electrónico. Y sé de algunos que tienen varias al mismo tiempo, qué sé yo, cinco, diez...

En un primer momento uno podía unificar el pasaporte de ingreso. Pero resulta que pronto te fueron metiendo miedos: si alguien manya tu clave facilonga es probable que acceda a todas tus otras claves o cuentas, es decir, a toda tu vida.

Y más allá de lo económico (un tipo con tu clave bancaria puede hacer un desastre, más que vos mismo, incluso), es como quedar en paños menores o directamente sin paños ante un desconocido que de pronto no sólo puede enterarse de una lo que pensás realmente de la turra de Martita o del forrazo de tu jefe, sino que además puede accionar y desde allí generar opinión propia, es decir tuya, suya o lo que fuera. Una catástrofe.

Se sumaron nuevos códigos secretos: el pin de la tarjeta, el candado de la bici, los jueguitos de la compu de tu hija, la clave para llamar afuera (en tu laburo), las distintas tarjetas de crédito o débito (tenés tarjetas de cúbito, pero ahí entran sin contraseña alguna, sobre todo a la hora de calcular los intereses), la compu del laburo, la compu de tu casa, la notebook, netbook, tablet, el bloqueo del teléfono, la alarma, la web de cultivadores de orquídeas en la que estás suscripto, el aparato para espantar mosquitos... ¡Todos con contraseña!

En un puñado de días tuviste veinte contraseñas y la conminación a que no las repitas. Y no conforme con ello, a cada rato te piden que cambies la contraseña con lo cual en otro puñado de días tenés en el marote o por ahí cuarenta contraseñas en danza, que además no podés -te dicen- ser tan gil de anotarlas en un papelito.

No sólo cada uno te pide una contraseña y te exige cambiarla de vez en cuando sino que además te demandan una mayor complejización de la contraseña elegida. El otro día me dijeron tres veces que no tenía un password strong. Me tocaron el orgullo. ¿Cómo que no tengo un strong? Después de stronguear mi cerebro le tiré una combinación algebraica, alfanumérica, alfálfica y asfaltada y la máquina no tuvo más remedio que admitir que mi password nuevo era very strong. Lástima que no puedo recordarlo.

Y eso me lleva al otro problema. Como la gente empezó a olvidarse sus contraseñas, los simplificadores de lo complejo y los complejizadores de lo simple inventaron las preguntas secretas. Contraseñas secretas y preguntas secretas para algo tan híper público como una red social. Jodido que te espete la fría máquina de golpe que cuándo miércoles te casaste o dónde conociste a tu pareja. Y que vos escribas algo y la máquina te diga que es incorrecto. Ya estás en problemas con tu familia, también.

Llegás a tu casa derrotado, le preguntás a tu mujer la fecha del aniversario que activa a su vez un nuevo código para tu nueva cuenta de mail. Tu mujer te pide password para entrar a tu su casa. Y vos no podés recordarlo. Quedás afuera, literalmente. No hay más código.