ARTE Y EXPLICACIÓN. UNA OPINIÓN

Entrar en el misterio

Estanislao Giménez Corte

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“El sentido de la belleza es intuitivo”. S.T. Coleridge

“Nada hay en el intelecto que no haya estado antes en los sentidos”. Aristóteles

I

Una y otra vez empecé y abandoné el “Ulises” de Joyce. Allí está, un poco cubierto de polvillo, en la mesita de luz. Como a tantos, esta enésima deuda literaria (contraída y dilatada en el tiempo) pareciera observarme gravemente desde el mármol y decirme: “¿cómo puede ser?”. Pasa todo el tiempo, a mucha gente, con muchos autores: acometemos la herejía de no detenernos en las vacas sagradas que yacen en los muebles. Pero esta pequeña anécdota quiere contar otra cosa. Lo siguiente: he leído análisis, ensayos, prólogos, notas y estudios preliminares y crepusculares sobre el “Ulises”: todos me han parecido extraordinariamente interesantes. En todos ellos, he recorrido con interés las generosas explicaciones sobre lo que Joyce quiso hacer y, claro, hizo -la concepción, ejecución, importancia, estilos, el famoso monólogo, los momentos del único día, los encuentros del joven y el viejo de la obra a la que no llego-. Sucede que luego, una vez maravillado con toda esa información, admirado de que tal empresa haya sido posible, fracaso estrepitosamente al encarar la propia lectura de la obra. Ésta se me presenta hermética, aburrida, incomprensible, ajena, pesada. No será éste un libro para mí, o yo no seré para él, pero esta experiencia me interesa, a la vez, por otra cosa: las relaciones posibles a establecer entre arte y explicación. En este caso, por motivos que se me escapan, disfruto de la explicación pero no de la obra, del análisis pero no de la puesta. En otros casos la ecuación se invierte: disfrutamos la obra y no nos interesa ni deseamos “explicación” alguna.

II

Si tomamos las distinciones pensamiento/sentimiento y razón/intuición, la mitad de la biblioteca dirá que el arte sólo debe sentirse o que ello es lo importante. La otra mitad entenderá que además de sentir “algo”, o antes, es necesario entender y que la comprensión profundiza el gusto. El ideal, claro, sería que ambas potencias fluyeran en simultáneo, en un mismo tiempo y lugar, pero eso raramente ocurre. ¿Es posible disfrutar de una obra sin entenderla cabalmente?: claro. ¿Es posible que el entendimiento o la comprensión de una obra artística aumentaran el disfrute?: por supuesto. Pero también puede darse un fenómeno paradójico: el que la propia explicación, el propio discurso conceptual-analítico sobre una obra, prácticamente la sustituyera en su carácter de cosa a observar. Acá la explicación reemplazaría y casi negaría a la obra (como en mi caso con el “Ulises”).

Esta particular relación reconoce otros ejemplos. Siempre se me ha antojado un tanto cuestionable, por caso, el concepto de “intervención” (tomar una obra clásica y modificarla). Sé que hay gordos volúmenes que explican el sentido de eso. Pues, aunque me gane la amonestación de queridos amigos, encuentro ello como algo... insatisfactorio. Aquí, al menos en mi caso, no me veo seducido ni por la “obra” (intervenida) ni por la explicación. Lo que hoy conocemos como instalación, happening o arte-objeto también se presenta como un campo de ardua naturaleza: vemos, por ejemplo, una escalera con una bombilla al lado, o una mesa con una jarra de agua sobre ella, o una silla con un almohadón. La primera mirada (y las otras) no pueden ni quieren leer nada allí. Luego podemos ver en folletos o en textos de la crítica cultural una larga explicación conceptual (bien cargada por el denso combustible del discurso académico). En ese caso, entendemos qué quiso hacer el artista, lo vemos, pero no lo disfrutamos. A la inversa, artes como la pintura y la música (sobre todo la música) generan una empatía de la sensibilidad inmediata. Percibimos la belleza, que se presenta alevosa, incontestablemente. No necesitamos ni deseamos explicación alguna. Relegamos el entendimiento porque ello no altera en nada su hermosa irrupción sobre nuestros sentidos.

En la literatura, es diferente, porque la propia lectura exige una comprensión a priori sin la cual no podemos continuar con la lectura. Una posibilidad sería la poesía, donde la musicalidad y las alusiones figurativas reemplazarían en parte una comprensión general del texto. La abundancia de explicaciones e interpretaciones también puede ser insuficiente o inútil: muchos pensadores del estructuralismo y las ciencias sociales se inmolaron en tratar de aplicar procedimientos y métodos de comprensión sobre obras de arte y, aunque algunos tienen extraordinarios ensayos, pareciese que siempre se les escapara algo, como el agua en el agua, porque podemos sospechar que el arte no puede ser reducido a un esquema, a categorías de pares opuestos, a un cuadro sinóptico de flechas entrecruzadas. La intención de comprensión parte un poco de la pregunta ¿porqué esta pieza artística o esta creación es tan importante o relevante? Pero ¿se puede explicar la belleza?

III

Supongamos que un autor tiene una idea. No la expresa directamente, la construye. La idea puede ser brillante. Su resolución no. Los artistas no quieren explicar o no pueden explicar lo que hacen. Sólo lo hacen. Los analistas quieren entender, clasificar, definir un proceso que es de por sí misterioso y que el propio artista apenas entrevé. Ese ansia de comprensión y de explicación de las ciencias sociales sobre el arte tiene, así como notables trabajos, mucho de aparatosa afectación inútil (por decirlo caballerosamente). En la pretensión de explicación, la emoción está ausente, entonces todo parece desmoronarse. Un objeto descansa en una alacena: atormentados personajes quieren ver allí toda clase de representaciones y de simbolizaciones. Montañas de papel, de impenetrable teoría, entonces, se arrojan sobre una poesía y/o sobre un cuadro, como para extirparle una confesión, un secreto, un enigma; entomólogos tratando de diseccionar un insecto bello y raro, que sólo consiguen asfixiarlo. Éste, su misterio no-dicho, se le escapa al analista pero también al autor, magia circunstancial que podemos rodear pero no decir y quizás tampoco comprender.

Algunas religiones repiten una hermosa frase para señalar la relación del hombre con su deidad (cualquiera fuese): “Entrar en el misterio”, dicen. Si la aplicásemos libremente a esta nota, diríamos que el artista quiere entrar en el misterio y eventualmente lo logra; que el analista quiere entenderlo, clasificarlo y que casi nunca lo logra; que autor y espectador a veces se encuentran en ese flujo: se tocan, se abrazan, se despiden; que no sabemos muy bien por qué, cómo, para qué eso sucede; que no habrá palabra mejor para describir ello que una onomatopeya ni reacción más acorde que un gesto de aire contenido y después.