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“El pensador intruso”

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El físico español Jorge Wagensberg propone en El pensador intruso una demostración de cómo se interrelacionan complejas e innumerables informaciones para dar lugar a un pensamiento y al conocimiento, concibiendo a este último como un “pensamiento simplificado, codificado y empaquetado listo para salir de la mente y capaz de atravesar la realidad para así tener alguna opción de tropezarse con otra mente que lo descodifique”.

Más adelante, Wagensberg amplía esta definición, anotando que el conocimiento sería “un pensamiento codificado y empaquetado con la ayuda de cierto lenguaje, un lenguaje compartido por las mentes que intercambian conocimientos”.

Para tener una idea de la complejidad y a la vez de la soberbia presteza con que realizamos estas operaciones interdisciplinarias, consideremos que al ejercitar un pensamiento el autor del mismo pone práctica en un instante lo que podríamos llamar una infinitud: “El infinito del que hablamos aquí es un infinito práctico, como lo es el número de partidas de ajedrez diferentes que se pueden jugar (son del orden del diez elevado a la 120). En rigor, el número es finito, pero en la práctica de las partidas que pueden llegar a jugarse antes de que la humanidad se extinga, podemos llamarle perfectamente infinito. Análogamente, a un poeta que escribe un sublime soneto es difícil convencerle de que su creatividad equivale a elegir un soneto entre los diferentes diez elevado a la potencia 415 que son posibles”.

A través de numerosos ejemplos extraídos de la historia de la ciencia, del mundo del arte o de la vida cotidiana, el autor demuestra que el conocimiento nunca es, en el fondo, puro, y que la ciencia (teoría), arte (práctica) e intuición (creencia) se estimulan mutuamente e hibridan sus objetos, métodos y lenguajes.

Señala, por ejemplo, distintas etapas en la evolución de la cultura, cuyo primer criterio de selección fue la utilidad. La segunda fue la estética (un valor añadido: “¿Por qué habría de ser un hacha obsesivamente simétrica? La simetría no mejora su utilidad”). La tercera, la espiritualidad (la apelación “a algo inmaterial capaz de influir sobre lo material, llamémosles espíritus”). La cuarta, la abstracción (la posibilidad de elaborar conceptos, números, letras, que despliegan las antiguas civilizaciones de Mesopotamia, Grecia y Egipto). La quinta, la revelación (la aparición de religiones con libro único que revelan verdades únicas de un Dios único). La sexta, la ciencia (que brota con el Renacimiento, porque aunque ya se la conocía desde antes de Arquímedes, “tal como hoy la entendemos arranca con Galileo”). La séptima y más reciente edad de la cultura sería el arte (porque aunque lo conocemos desde el Paleolítico, el arte despojado de cualquier función social o religiosa, “el arte por el arte, no despierta hasta finales del siglo XIX”). Publicó Tusquets.