llegan cartas

Fútbol, cultura y sociedad

DR. MARIO A. PILO

Decía el sociólogo Foucault que “una de las dimensiones de la libertad en sociedad es poder decir lo que uno, algunos o ninguno quiere oír...”. Pocos -sobre todo en los medios de prensa nacionalistas- reconocerán, luego del Mundial de Fútbol, que no sólo en este deporte, sino en las conductas conexas “no somos los mejores...”. Ser segundos deportistas en el mundo fútbol -espectáculo circense del más alto impacto sociológico y político- es más que suficiente, en lo ético, sobre todo que fue con fair play esta vez y no con la mano tramposa de Maradona. Así pues, el Mundial ha servido, al menos sociológicamente, para que nuevamente descubramos las miserias de nuestro ethos cultural -ensoberbecido por triunfos deportivos-, que no pueden ocultar otra hipocresía nacional: agitar las banderas de la argentinidad, mientras violamos todas las leyes y principios del país, incluidas las ordenanzas de convivencia urbana. Precisamente -y reconocido por los periodistas que cubrieron el periplo argentino-, en todos los casos de incidentes, en las distintas ciudades mundialistas, estuvieron los grupos argentinos, no sólo de barras, sino de gente común -que saca lo peor de ello y “representan” al país- con la excusa del festejo, ni qué decir de los festejos del obelisco.

Pero hay “algo” sociológico que también ha quedado demostrado -cuando la seriedad, el esfuerzo comprometido con una causa, la humildad del trabajo se reconocen como ha sido el caso de Mascherano- el ethos cultural a imitar se vuelve valioso: no es ya la sublimada “mano tramposa” de Maradona, elevado al “mismo Dios”, ni las soberbias del “yo argentino”; ni las actitudes fraudulentas de los Grondona y Cía. Son, esencialmente, las pautas que “deberían” convertirse en un nuevo rumbo ético de nuestra alicaída y violentamente nihilista sociedad nacional. Pero no somos los mejores... salvo en hipocresía, y aun somos los peores en educación pública, en institucionalidad política, en solidaridad patriótica...

Quien no reconoce errores, nunca cambia. No estamos “condenados al éxito”... pero tenemos potencialidad para ser un país normalmente institucionalizado, normalmente feliz y normalmente solidario: sólo falta recrear las éticas históricas.