Hacia el mundo de Kafka

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Franz Kafka. Foto: Archivo El Litoral

 

“Kafka [...] ha tomado todas las precauciones imaginables contra la interpretación de sus textos”. (W. Benjamín).

Cuando llegamos a Praga, no me importó tanto hallarme en una de las ciudades más bellas del planeta como el hecho de estar en contacto con la tierra natal de Franz Kafka, caminar por las calles que él recorría, mirar lo que miraba, observar el suave encrespamiento del Moldava e impregnarme de la atmósfera que en su obra era para mí referencia, a fin de convertirla en vivencia.

La mención del puente Carlos, por ejemplo, en uno de sus relatos, estalló en súbita realidad cuando crucé ese puente. Impresas en un murallón de la orilla opuesta, podía leerse “Museo Kafka”; más allá, las torres de El Castillo se alzaban como tridentes apuntando al cielo. Por regla general, cuando visitamos un país, huimos de los guías, razón por la cual, al término del puente y durante un buen rato, no pudimos encontrar el museo, al que por fin llegamos gracias al sentido de orientación de Indiana.

Una extraña música y tenue iluminación, acorde con el “clima” de la obra del escritor, nos acompañó durante el recorrido. Pero de ninguna manera se debe pensar que en su trato Kafka se mostraba como un ser triste, asceta, desesperanzado e incomunicable. Su amigo Max Brod recuerda que le hacía bien a uno estar con él. La plenitud de sus pensamientos, que exponía casi siempre en tono festivo, lo convertía, a pesar de su modestia y de su calma, en una persona sumamente atractiva que jamás pronunciaba una palabra frívola y se mostraba irónicamente indulgente con las estupideces del mundo. Era un buen nadador, buen remero, se interesaba por lo nuevo, por lo actual, por la técnica, por los comienzos del cine, y nunca adoptó una actitud de apartamiento. (De pronto advierto que esta somera nota obedecerá más a un sentimiento que a una reflexión).

Desde luego, su Diario contrasta radicalmente con esta última afirmación, aunque también puede leerse, con fecha 21 de agosto de 1913: “No desesperes, ni siquiera por el hecho de que no desesperas. Cuando todo parece terminado, surgen nuevas fuerzas; esto significa que vives”. Cuando hace años leí por primera vez, casi en estado de trance, la obra de Kafka, experimenté lo mismo que conmovió a su amigo: no se trataba de un talento común, sino de un genio. Este servidor le debe a Kafka, para bien o para mal, su profunda transformación mental y metafísica. Así fue, pese a que más adelante me peleé con él y aún hoy estoy en desacuerdo con algunas de sus parábolas.

La gran literatura suele transformar una vida convencional y estática en un transcurrir dinámico y creativo, siempre que el lector no haya llegado al ocaso, cuando se extinguen las luces del día y ya es tarde. Pensaba estas cosas mientras contempla el último recinto de Kafka, en la calle Niklasstrasse. Más tarde visitamos el estilo donde se alza la estatua del escritor. Muy alta, semeja una Mantis Religiosa: la cabeza pequeña, los pies cortados, en un intento, según dicen (yo no lo vi de este modo), de representar “La metamorfosis”. Dicha estatua se encuentra a la entrada del que fuera el gueto judío, hoy transformado en jardín. Todo parecía indicar que sólo después de que Kafka fuera considerado un escritor universal, la República Checa lo acogiera y lo utilizara casi como un elemento de atracción turística. Vale, no obstante, recordar que Kafka escribió en alemán y que la mayor parte de su obra se publicó después de su muerte, gracias a que Brod no acatara el deseo del autor, de quemarla.

Resulta agobiante la cantidad de interpretaciones suscitadas por su obra. Se ocuparon de él, además de Brod, escritores de la talla de Scholem, Adorno, Lukcás, Brecht, Bachelard, Martínez Estrada... sólo para mencionar unos pocos (me pregunto qué diría Susan Sontag). Es que un escritor de la profundidad e imaginación de Kafka ofrece cantidad de asideros, incluso contradictorios, todos aptos para ser detectados por espeleólogos de la literatura. Yo los respeto, pero no les hago caso. Quiero decir que me basta con las heridas luminosas y el soplo misterioso pero vivificante que emanan sus relatos y sus novelas que, de una manera u otra, ayudan a reconocer los mensajes de la vida y de la muerte, a enfrentarlos y asumirlos, lejos de las mentiras y equívocos del estruendo cotidiano y de una época oscura.

En el Diario anota algo que, con la modestia del caso, experimentamos, en mayor o menor grado, muchos escritores: “Odio todo lo que no se relacione con la literatura. Me aburre mantener conversaciones, hacer visitas. Las alegrías y sufrimientos de mis parientes me aburren a morir. Las conversaciones quitan a todo lo que pienso su importancia”. Una verdad que no necesita demostración.

Kafka, nacido el 3 de julio de 1883, murió el 3 de junio de 1924. La compañera de sus últimos años, Dora Dymant, consideraba que Kafka vivía con tanta intensidad que durante su vida había muerto de mil muertes. Rudolf Fuchs recuerda que se encontró con él días después de que se hubiera publicado una poesía suya. Kafka la elogió. Cuando Fuchs insinuó una duda sobre la formalidad de su elogio, Kafka le recitó la poesía de memoria. Estas cosas lo definen. Tampoco se olvidan las palabras que dirigió a su médico poco antes de morir: “Máteme o es usted un asesino”.

El 11 de junio, a las cuatro de la tarde, fue enterrado en el cementerio judío de Praga-Straschnitz. Hacia allí nos dirigimos. Encontramos su tumba frente a uno de los grandes portones. Permanecimos en silencio un largo rato. Nada había que decir. Cuando volvimos al centro de Praga, ya en contacto con la multitud entusiasta, sin saber muy bien por qué, pronuncie en voz alta dos palabras: carpe diem.

por Carlos Catania