La vuelta al mundo

Empieza la Segunda Guerra Mundial

17-hitlerystalin01.jpg
 

Rogelio Alaniz

El 1º de septiembre de 1939, a las cuatro y media de la mañana, Hitler ordenó la ocupación de Polonia y con ese acto dio por iniciada la Segunda Guerra Mundial. Francia y el Reino Unido se convencen de una buena vez de que la política de apaciguamiento no da ningún resultado provechoso ni pone límites -todo lo contrario- a un régimen y a una maquinaria militar preparada para la guerra y la conquista de su “espacio vital”.

Dos semanas después de la invasión alemana, la URSS procede a ocupar el lado oriental de Polonia. El pacto firmado por los cancilleres Joachim von Ribbentrop y Viacherlav Molotov se cumple al pie de la letra: nazis y comunistas se reparten Polonia y los países bálticos. Dos meses después las tropas de Stalin invaden Finlandia mientras Hitler se prepara para lanzar la bliztkrieg (guerra relámpago) contra Europa occidental.

No deja de ser sugestivo que a la semana de firmarse en Moscú el pacto llamado de “no agresión”, Hitler ordena ocupar Polonia. Sin ese acuerdo con Stalin, el Fhürer no habría podido en lo inmediato dar ese paso. Para ello necesitaba tener las espaldas cubiertas. El camarada Stalin le hizo esa gauchada. El historiador Niel Ferguson lo acusó de ser el primer colaboracionista que tuvieron los nazis. No exageraba demasiado.

Los historiadores aún discuten los alcances y acuerdos de este pacto firmado una semana antes de la invasión a Polonia. Los comunistas justificaron lo injustificable en nombre de la necesidad y, sobre todo, de la duplicidad y el anticomunismo de los países democráticos, interesados en alentar el rearme alemán con la esperanza de que se lancen contra el imperio comunista. “Que se maten entre ellos”, dicen que dijo Churchill en un primer momento.

El pacto de Munich, donde la URSS no fue invitada -como tampoco el gobierno checo, la víctima que Daladier y Chamberlain le ofrecieron a Hitler- será el motivo por el cual Moscú decide jugarse por la libre y ganar tiempo. El razonamiento es simple: quieren entregarnos a los nazis, pues bien, acordaremos con ellos y en lugar de que marchen al este marcharán al oeste. Desde el punto de vista pragmático el razonamiento es impecable.

Lo que sucede es que el llamado Pacto de no Agresión fue, al decir del historiador Furet, más una sociedad con alcances económicos comerciales y militares que un simple acuerdo táctico. Será necesario que transcurra más de medio siglo para que se conozcan las cláusulas secretas del acuerdo de Stalin con Hitler, cláusulas que, además de establecer una sociedad para el reparto de otros países, ponen en evidencia aquello que podría calificarse como una suerte de parentesco ideológico entre dos regímenes totalitarios.

Que dos años después Hitler haya roto el acuerdo y en junio de 1941 lanzara sobre la URSS el “Operativo Barbarroja” no significa que el romance no existió, romance en el que, curiosamente, Stalin creyó con la ingenuidad de una chiquilina enamorada. También en ese sentido los historiadores no logran entender cómo pudo ser posible que un psicópata, un paranoico que desconfiaba de su mujer, de su hija y de sus más íntimos amigos, a la única persona a la que le creyera hasta último momento fuese a Hitler. Es más, a todas las advertencias que le hicieron acerca de la invasión alemana las desestimó en su estilo: encarcelando a los indiscretos que ponían en duda su infalibilidad.

Más sorprendente es cómo logra que sus actos sean avalados por todos los partidos comunistas de entonces, quienes en pocas semanas abandonan las consignas antifascistas y los aliados de entonces en los frentes populares pasan a ser los enemigos.

Que hombres inteligentes e inspirados en los ideales redentores del socialismo hayan tenido ese comportamiento de sumisión a un déspota, sólo se puede explicar a partir de los estragos que produjo en el siglo veinte la “religión” totalitaria.

Dos años después del romance con Hitler -romance que incluyó la decisión de Stalin de entregar a los nazis a militantes comunistas alemanes refugiados en la URSS- y ante la evidencia de Barbarroja, los comunistas recuperan sus energías antifascistas y se transforman en los adalides de la resistencia en cada uno de los países donde actúan.

Mientras tanto, Stalin, luego de superar la crisis depresiva que le provoca su desengaño amoroso con Hitler, organiza la movilización en defensa de la “patria” y, por esas escabrosidades de la historia, un personaje cuya ferocidad supera en muchos puntos a Hitler se transforma en el abanderado de la democracia, en el amigo de Churchill y Roosevelt, en el estimado “tío Pepe” de los Aliados.

La invasión a Polonia formaliza el inicio de la Segunda Guerra Mundial y pone en evidencia el error de cálculo de los políticos apaciguadores, decididos a hacer todo tipo de concesiones a los nazis en nombre de la paz. Es verdad que políticos como Daladier y Chamberlain estaban sensibilizados por los estragos de la Primera Guerra Mundial, motivo por el cual todo sacrificio que pudiera hacerse para preservar la paz estaba justificado. Si para ello había que entregar territorios de países aliados o mirar para el otro lado cuando Alemania violaba cada una de las cláusulas del Tratado de Versalles, todo estaba permitido con tal de impedir que se reeditara la pesadilla iniciada en 1914.

Con las mejores de las intenciones, los líderes democráticos de Europa preparaban el camino para la guerra. Como le dijera Winston Churchill a Chamberlain durante la interpelación de marzo de 1940: “Tuvo usted para elegir entre la humillación y la guerra; eligió la humillación y nos llevó a la guerra”.

El talento de Churchill consistió en haber percibido esa realidad antes que todos. O en haber sido el político que estaba en mejores condiciones para afrontar la responsabilidad de una guerra. Por personalidad, educación o temperamento, Churchill siempre estuvo preparado para esa cita con la historia. Para fines de 1939 era un político que todavía no había podido superar la lección de Gallipoli, ocurrida veinte años atrás. Para más de un observador su presencia en el Parlamento era un anacronismo, la sombra de un pasado ominoso. Sin embargo, en pocos meses se convierte en el líder de su patria y en el líder de la resistencia contra Hitler, cuando toda Europa parecía plegarse a los camisas pardas, a esa formidable maquinaria militar que invadía pueblos, ciudades y países.

Lo que Churchill nunca les perdonará a los apaciguadores, incluso a los de su propio partido, es que para mediados de la década del 30 las cartas de Hitler ya estaban sobre la mesa y por lo tanto no quedaba otra alternativa que ponerse duro. En 1936 los nazis ocupan y militarizan la Renania, desconociendo la legalidad vigente. En marzo de 1938 invaden Austria y Europa vuelve a hacerse la distraída. En septiembre de 1938 se reúnen en Munich los representantes de Inglaterra, Francia, Italia y Alemania. Allí los apaciguadores le entregan al Fhürer los Sudetes en bandeja de plata, con el compromiso de respetar a Checoslovaquia que, dicho sea de paso, no participa de esa reunión. Seis meses más tarde, Hitler decide ir por todo y quedarse con Checoslovaquia. Los apaciguadores hacen mutis por el foro. Mientras tanto, Mussolini invade Etiopía y está por ocupar Albania.

Con la invasión a Polonia caen las ilusiones de apaciguar a alguien que por convicción política y definición ideológica no quiere saber nada con esa palabra. La guerra es el único horizonte posible para Europa y después para el mundo. Cientos de millones de personas morirán en los campos de batalla, en los bombardeos a las poblaciones civiles y en los campos de exterminio.

¿Pudo haberse evitado? Esta visto que no. ¿Qué hubiera ocurrido si en lugar de hacerle tantas concesiones a los nazis, los hubieran enfrentado con la misma determinación con que lo hicieron después? No lo sabemos. Lo seguro es que esa precaución no se tuvo en cuenta, tal vez porque el despliegue de los acontecimientos condujo, por un camino o por otro, a la guerra, a la Segunda Guerra Mundial.