Frente a frente

Bicho raro el humano: por un lado buscamos agruparnos, somos sociales, gregarios. Y por otro, a veces somos solitarios, nos cuesta relacionarnos y hasta mirar (no digamos hablar) cuando compartimos un espacio común con un desconocido. No digan ni mu.

TEXTOS. NÉSTOR FENOGLIO ([email protected]). DIBUJO. LUIS DLUGOSZEWSKI ([email protected]).

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Un caso típico es el ascensor. Hay una situación de incomodidad compartida que puede hasta cortarse con un cuchillo: estás en el ascensor, sube alguien y puede ocurrir que no hay un saludo ni nada hasta el final del viaje. Dos tipos, o más, en un espacio de poco más de un metro cuadrado, que no sólo no cambian palabra ni se miran: esperan incómodos que el suplicio común termine...

Los rompedores naturales de silencio son el saludo (un buen día obliga a una respuesta mascullada, aunque sea del tipo mñññsdía), o un gesto amistoso del estilo “pase usted primero”, pero puede ocurrir que las personas en cuestión hagan el viaje, corto por suerte, inmersos en un ominoso y empecinado mutis por el foro o por el ascensor o descendedor. Uno agacha la cabeza, el otro u otra mira fijo a un punto (in)determinado, pero el espacio cerrado para la palabra y para la vista se ocupa sólo con algo sólido e intangible llamado situación incómoda.

Otros posibles, pero iguales de incómodos, sonidos que pueden ayudar a descontracturar la situación (o a enterrarla para siempre en el hondo abismo del silencio, se los digo así, poéticamente) son un provechito, un ruidito corporal (no ese que piensan, groseros), un chirrido, un chasquido. Otro ayudante habitual es el tiempo. ¿Qué tiempo loco, no? Allí se abre una oportunidad, pero si el presunto interlocutor es tímido, está ensimismado o no quiere hablar, el circuito se cierra y tapia para siempre. Y la situación es pior (porque peor sería aceptable) que la anterior.

Otro ejemplo está en esos colectivos, metros, subtes o lo que fuera de asientos enfrentados. La experiencia del cole es curiosa: si existe la posibilidad de que uno ocupe un asiento no compartido, ésa será siempre la primera opción. Si hay cuarenta pares de asientos y cuarenta personas, cada uno elegirá para sí (en general) un asiento no compartido. Pero si uno se sienta enfrente de otro, pasará lo mismo que en el ascensor: uno buscará la ventanilla aunque se sepa de memoria el paisaje externo, el otro se sumergirá en un libro o un celular. Es difícil que se oficialice una conversación.

En la cola del banco o de la oficina pública, lo mismo. Están allí esos simpáticos senderitos hechos con cuerdas, una especie de camino sinuoso o laberinto en que te encontrás a centímetros de otra persona frente a frente cuando giraste. Silencio total. Cuando la cola avanza, otra persona te pondrá su silencio contra el tuyo paso a paso.

Cola de la carnicería: silencio de los comedores de asado, las consumidoras de bifes, los aspirantes a osobucos, los fanáticos de los matambritos de cerdo, los expertos en colitas de cuadril, todos en silencio con el numerito en la mano, esperando que el carnicero nos habilite a comprar y de hecho, a hablar... Ahí resulta que los señores son cancheros, bromistas, habladores, y las chicas se bancan con oficio las segundas intenciones carnales del señor carnicero. Pero hasta hace un rato, no volaba una mosca.

Las situaciones pueden repetirse en la peluquería, en la sala de espera de un consultorio (ahí, mejor que así sea: cuando uno o una arranca con sus cuitas, comienza también una competencia para ver quién está más hecho bolsa), en la parada del cole, en infinitos lugares...

He descubierto, a fuerza de experiencia y observación que cuando hay más gente, por ahí es más fácil que uno se anime a un comentario y que reciba a cambio una respuesta y una conversación, aunque sea convencional. Pero si sólo hay dos personas, es mucho más difícil romper el silencio. Acá estamos, por ejemplo, usted y yo. No es necesario que me digan nada. Ya terminamos.