María Rosa Pfeiffer

Cuando el teatro es una pasión

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María Rosa Pfeiffer obtuvo el Premio Argentores a la mejor obra infantil estrenada en 2013.

Foto: Gentileza producción

 

Roberto Schneider

No para nunca. De escribir, de actuar, de dirigir. María Rosa Pfeiffer es un nombre indiscutido a la hora de hablar de la escena santafesina. Inquieta, sumamente creativa, vive ahora en Humboldt junto a sus amores más cercanos. Allí dirige el Grupo de los Diez -próximo a estrenar una nueva obra- y vive cada vez con más intensidad.

Pfeiffer resultó ganadora del Premio Argentores a la mejor obra infantil estrenada en el año 2013: “Adónde va la luna cuando no se ve”, que fue estrenada con su dirección por la Comedia Infanto Juvenil Cordobesa en el mismo año

2013. La protagonista es Lina, una niña que está empezando a crecer y tiene demasiados interrogantes dando vueltas por su cabeza y se pregunta por el sentido de la vida, por el valor del dinero, la amistad, el poder, la belleza, el saber y la muerte.

“La realidad se funde con los sueños”, menciona María Rosa.

La historia -dice Pfeiffer a El Litoral- nace de un sueño, de viejos escritos, de la lectura de “El viaje de Pedro, el afortunado” de August Strindberg; algo del estilo de “Alicia en el País de las Maravillas” y de “El Mago de Oz”, y de las fantasías compartidas y recuperadas a través de la infancia de sus hijas.

Un reflejo

Para esta bella mujer el teatro es el sitio donde el ser humano puede encontrar su reflejo, y en consecuencia, reflexionar sobre sí mismo. Y arriesga: quizá el Teatro sea el Arte por excelencia que tiene como función y misión “mostrarle al ser humano lo que él es” (citando a mi maestro Gastón Breyer).

Hace teatro porque es una pasión, una forma de vida. “Porque no puedo no escribir. Desde niña me pasaba horas dibujando, leyendo. Armando títeres de manopla, inventando y escribiendo después las historias de esos personajes. Recuerdo con especial cariño el galpón y la despensa de mi casa, donde construía mundos robándole telas y colchas a mi mamá. Esos espacios se convertían en castillos, cuevas, montañas, los lugares en que sucedían las historias”.

Su relato sigue, cargado de poesía. A veces sola; otras, con amigas, jugaba a ser princesa, heroína, bruja. Ahí, íntimamente unido al juego, sin saber aún cuánto influiría en su vida, nació su amor por el teatro. “Me sentí atraída y fascinada por el mundo de la ficción. Alguien preguntará ¿qué niño no? Pero a mí me interesaba estar del otro lado, no del que escucha sino del que cuenta, no del que mira sino del que hace para mostrar. Estar detrás. Detrás del hueco de la puerta para hacer creer a mis primos que los muñecos estaban vivos. Haciendo guantes con recortes de bolsitas de leche que mi mamá desteñía con agua lavandina y cosía en su vieja máquina para que yo dibujara figuras encima, poniéndoles nombres, inventándoles historias”.

Compromiso profundo

Al cumplir los quince años su primo Luis María le regaló “Cartas a un joven poeta”, de Rainer María Rilke. Un párrafo de ese libro se le grabó a fuego: “...pregúntese en la hora más serena de su noche: ‘¿debo escribir?’ Ahonde en usted hacia una profunda respuesta; y si resulta afirmativa, si puede afrontar tan seria pregunta con un fuerte y sencillo ‘debo’, construya entonces su vida según esta necesidad; su vida tiene que ser, hasta en su hora más indiferente e insignificante, un signo y testimonio de este impulso”.

Llegó entonces un compromiso profundo con la dramaturgia, luego de haber transitado el teatro como actriz y como directora. Escribió como actriz, buscando la existencia y la presencia de los muchos “yo”. Y como directora, a partir de tratar de darle a los actores la mayor cantidad de oportunidades de estar “presentes”. Hoy el texto dramático ocupa un lugar primordial en su vida. Los interrogantes surgen a partir de la necesidad imperiosa de escribir.

Y ahora sé -dice con contundencia-, que este territorio, el de la palabra puesta en acción me atrapó, definitivamente. Y una vez que me lancé a la escritura, cuando el trabajo fluye con espontaneidad y fuerza, muchas veces tengo la sensación de que la obra se va escribiendo sola. Sigo preguntándome siempre: ¿Cuándo comienza el texto? ¿En qué sitio construye sus primeras articulaciones?¿Podría determinarse un origen de la imagen? ¿Dónde está el yo cuando se escribe? ¿En el acto mismo de escribir o en el texto que se construye? ¿Dentro o fuera? Actor y espectador a la vez. Percepción fugaz, inasible y sin embargo fuerte y fundante de la continuidad del hacer en la escritura.

Esta percepción es la que marca la persistencia, aún en momentos de desasosiego y dudas. Es un punto, una luz, un anclaje y un disparador. Podría equipararse quizá a una sensación muy parecida que se produce a veces en la actuación: instantes de iluminación en donde el actor puede “verse” actuando, con plena conciencia de sus movimientos y de sus sentimientos, una especie de alter-ego estético.

Como un cuadro

El proceso de escritura de una obra dramática para María Rosa es comparable a la acción de pintar un gran cuadro, pero con la posibilidad de ponerlo en movimiento, de darle profundidad, de crear espacio, de hacerlo “hablar”, de darle vida.

“La imagen o la sensación de un espacio es lo primero que aparece ante mí. Luego, la mayoría de mis obras parten de sucesos reales o soñados. De momentos de mi propia vida, del paisaje en el que nací, o de sucesos que de alguna forma incidieron fuertemente en mí. ‘La mujercita del Rin al Salado’ surge de mi primer embarazo, la búsqueda de mis orígenes y la muerte de mi padre. La trilogía integrada por las obras ‘Sobre un barco de papel’, ‘Humo de agua’ y ‘Casanimal’ gira en torno a tres momentos distintos de la relación con mi madre, pero fuertemente atravesada por la imagen de mi casa natal. Y obras como ‘Merceditas, amor mío de una vez’, ‘Un simio oscuro’, ‘Roter Himmel’, ‘La bámbola’, ‘Violetas de Los Alpes’, ‘Collares’, ‘Segundo cielo’, por ejemplo, son obras inspiradas en sucesos y personajes que me marcaron mucho en distintos momentos de mi vida.

Casi todas las obras de Pfeiffer tienen como escenario la pampa gringa, el paisaje donde se crió, su pueblo, su llanura, su arroyo Cululú. “Mi obra, en general, se vio marcada por la gran influencia que ejerció en mí la lectura de Chéjov, pero no hablaría de un solo estilo. Creo que el realismo mágico surge también en algunas obras, como resultado de indagaciones y cruces entre el mundo real y el imaginado (o soñado)”.

Una poética propia

Cree que el verdadero desafío pasa por encontrar una poética propia, “teñida en mi caso, de la gente que habita pueblos y pequeñas ciudades diseminados en la extensa llanura, con sentires tan distintos de la gente de las grandes capitales. Intento, haciendo y escribiendo teatro, moldear los sueños de la orilla en que me tocó vivir. Consciente de los límites. Con una ilimitada pasión”.

“Los seres humanos buscamos esencialmente, a través de todos nuestros actos, el sentido de la vida. Creo que el arte, y dentro de sus manifestaciones, el teatro, es una posibilidad de búsqueda y encuentro, de interrogantes nuevos, y a veces, de respuestas. Es el lugar del reflejo, el lugar donde mirarnos, donde identificarnos, y replantearnos nuestra relación con el otro.

Parafraseando a Rilke destaca que para quien es verdaderamente un artista, la pregunta es: “¿Puedo vivir sin el arte?”. “Y como llegará a la conclusión de que le es imposible, que una vida sin arte para él no tendría sentido, seguirá buscando, inventando, peleando contra viento y marea, aferrado a su vocación. Con más o menos reconocimiento, con más o menos dinero. Sabiendo que no es eso lo que importa. Sino seguir descubriéndose y construyéndose como persona, creyendo que es posible un mundo mejor. Y para eso el Arte siempre tiene respuestas.

“Actuar. / Escribir. / Con el cuerpo atento. / Con el alma en vilo. / Para no morir”.


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“Merceditas, amor mío de una vez”, obra escrita y actuada por Pfeiffer.

Foto: Archivo El Litoral

Los maestros

La posibilidad de estar cerca de Gastón Breyer (el más grande escenógrafo y pensador del teatro argentino) en los últimos diez años de su vida, fue la mayor instancia de aprendizaje en la vida de María Rosa.

De todos modos, “no puedo dejar de recordar en esta instancia y agradecer a quienes fueron mis maestros: Chiri Rodríguez Aragón, Julio Beltzer, Daniel Machado, Jorge Ricci, El Flaco Rodríguez, Cheté Cavagliatto, José Luis Arce, Ricardo Bartís, Mauricio Kartún, Patricia Zangaro, Alejandro Finzi, Gastón Breyer. A todos los actores y directores que trabajaron y siguen trabajando conmigo, sin los cuales no tendría sentido mi tarea, a mis alumnos, y a las autoras Laura Coton y Patricia Suárez, con quienes sigo compartiendo la aventura de escribir a cuatro y seis manos”.

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Junto a Walter Walker, el amor.

Foto: Archivo El Litoral