La vuelta al mundo

Un dilema para el siglo XXI

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“Primero vinieron por los judíos y no me metí porque no soy judío; ahora vienen por los cristianos... ¿Quiénes serán los próximos? ¿O ya es tarde?”. Del poema de Bertolt Brecht se ha hecho uso y abuso, pero no obstante sus frases siguen siendo aleccionadoras. Para el islamismo, los cristianos son las víctimas a la orden del día. En las puertas de sus casas pintan la letra N, el equivalente a la estrella de David que pintaban los nazis en las casas de los judíos de Berlín.

En la actualidad, los cristianos son perseguidos en veintitrés países islámicos. Los más destacados en este macabro cuadro de honor son Afganistán, Arabia Saudita, Somalia, Irán y Argelia. A la lista, se suma el régimen comunista de Corea del Norte, donde la persecución no se hace en nombre de Alá sino de Marx.

El Papa Francisco ya advirtió sobre la amenaza que representa el islamismo para la libertad. Palabras oportunas, palabras nacidas de la convicción y la necesidad. El problema no es el Islam, una religión que congrega a cientos de millones de personas, sino el islamismo, es decir, su versión criminal cuya manifestación más siniestra la expresa el Estado Islámico (EI).

Subestimar el problema es un error que no se puede volver a repetir. El islamismo es una estrategia de dominación y expansión religiosa y territorial que está activo desde hace tiempo. El EI es su manifestación más agresiva, como lo fueron los talibanes hace unos años o como lo son las bandas terroristas de Hamas, en Gaza, y Hezbolá, en el Líbano. A ello, hay que sumarle el activismo islámico en Europa. Hoy, el mundo manifiesta su asombro porque los verdugos de los periodistas decapitados se educaron en sus universidades. Hace rato que lo vienen haciendo, pero además hace rato que en las calles de las grandes ciudades de Europa se manifiestan prometiendo una degollina ejemplar a los herejes. En Berlín, en Copenhague, en Londres, controlan barrios mientras una policía islámica recorre sus calles imponiendo el orden de la sharia. ¿Qué otras pruebas quieren? ¿O hasta cuándo la culpa por los presuntos excesos coloniales del siglo XIX los seguirá maniatando?

Los historiadores se esmeran en indagar las causas de este fenómeno en el que el fanatismo religioso se entrelaza con reivindicaciones anticolonialistas. En algún momento, las manifestaciones políticas de los árabes se expresaron a través del nacionalismo, una identidad en la que el marxismo podía confundirse con el fascismo y el socialismo con el capitalismo de Estado. Por motivos que exceden las posibilidades de esta nota, el nacionalismo secular fracasó y progresivamente la alternativa comenzó a ser el islamismo.

Como para contribuir a la confusión general, se sumaron dos problemas: el petróleo, que enriqueció de manera obscena a los jefes de las tribus y le otorgó a la región una importancia clave para Occidente, y la presencia de Israel, transformado en el chivo expiatorio preferido de las dictaduras seculares y religiosas de la región. Por último, ni los millones del petróleo, ni la ayuda occidental, ni las oraciones religiosas atenuaron la pavorosa miseria de las masas árabes sometidas al despotismo de jeques y príncipes multimillonarios. O al opio embrutecedor de los clérigos.

Un error habitual es suponer que Islam y árabes son lo mismo. El Islam va mucho más allá de los árabes, pero en el universo árabe esta religión es mayoritaria. El otro rasgo distintivo de la región es el rechazo de todos estos regímenes a la democracia y a sus valores: libertades individuales, libertades políticas y Estado de derecho.

Mención aparte merecen Turquía e Irán, dos países con mayoría islámica que no son árabes. En el caso de Turquía, el sistema político está tensionado entre la dictadura islámica y la democracia occidental. Este dilema no está presente en Irán, donde el poder real reside en los clérigos. El terrorismo islámico no nació con Irán, pero está claro que su mayor expansión se produjo a partir de la llegada al poder de los ayatolás en 1979.

La otra usina de propagación del islamismo es Arabia Saudita, una teocracia de príncipes multimillonarios que con una mano hacen negocios con EE.UU. y con la otra financian al terrorismo en el mundo. El destino ha sido generoso con la dinastía saudí. Los máximos lugares sagrados del Islam están en su territorio: La Medina y La Meca. También las grandes reservas petroleras. El fundamentalismo y la corrupción en este régimen marchan de la mano. También la dilapidación de riquezas, “virtud” extensiva a los emiratos de la región que transitaron sin estaciones intermedias de la tribu salvaje al lujo ostentoso y obsceno, en un escenario regional de multitudes hambreadas e ignorantes, convencidas de que los judíos son los responsables de todas sus desgracias y privaciones.

La identidad en la barbarie no excluye diferencias. La primera a registrar es la que existe entre dictaduras seculares y regímenes religiosos; la segunda, nace de los intereses regionales; la tercera, de identidades religiosas rivales. Chiitas y sunnitas es la contradicción principal del Islam, pero no la única.

Decir que la realidad es compleja es repetir un lugar común si no se establecen algunas precisiones y prioridades respecto de estas complejidades. Otro de los lugares comunes que se repite con monotonía de loro es que en estos países la democracia no funciona porque poseen una “naturaleza” que los hace diferentes. Al respecto, no deja de ser por lo menos curioso que los mismos dirigentes de la región que rechazan la democracia en nombre de particularidades locales antagónicas a Occidente, se educan, se divierten y abren sus cuentas corrientes en Occidente. O sea que de Europa o de Estados Unidos todo vale, menos la democracia.

Alguien insistirá, en nombre de un sospechoso realismo, que la democracia como régimen institucional sólo es posible en Occidente. La profecía se autocumple: si todos nos ponemos de acuerdo en que la democracia es un privilegio de pueblos ricos, seguramente la realidad se terminará moldeando con estos prejuicios. El argumento desconoce deliberadamente que la democracia como orden político se funda en un conjunto de valores éticos que en el mundo contemporáneo son universales. Salvo que alguien suponga que la libertad individual, el derecho a la vida, el control legal a los que mandan y la constitución de gobiernos elegidos por el pueblo sean expresiones exclusivas de Occidente.

Insisto, el derecho a vivir y a no ser atropellado por el poder, no son valores particulares sino universales. Sólo desde la mala fe, desde la impudicia del poder absoluto, desde el privilegio del déspota se puede decir que la democracia no es adaptable en sus dominios. Lo que deberían decir es que la democracia no les conviene, que la democracia les pondría límites a su discrecionalidad y reduciría sus privilegios. Lo otro que se debería decir es que estas dictaduras teocráticas someten a las esclavitud a millones de mujeres, matan sin piedad a sus súbditos y no vacilan en usar a los niños de escudos humanos.

Claro que la democracia no es viable en esos pagos. Pero no lo es no porque estos pueblos dispongan de una “esencia exclusiva”, sino porque los poderes de los déspotas y los fanáticos se oponen. Claro que con masas ignorantes, hambreadas y atemorizadas se hace muy difícil construir un orden político fundado en valores humanistas. Pero esas dificultades enormes deben superarse en una dirección justa y no aceptando el punto de vista interesado de los que se benefician con el orden establecido.

El problema no son sólo los déspotas que por razones “atendibles” rechazan la democracia en nombre de la originalidad nacional; el problema -o la ironía- son los demócratas que muy sueltos de cuerpo admiten estas coartadas. El problema es un Occidente que, por sentimiento de culpa o intereses, consiente y justifica la barbarie. Y los primeros en transformarse en cómplices de la barbarie son los progresistas y la izquierda, para quienes toda salvajada del islamismo está disculpada porque los verdaderos terroristas son los yanquis y los judíos.

por Rogelio Alaniz

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