La vuelta al mundo

Elecciones en Brasil

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Rogelio Alaniz

El próximo domingo hay elecciones presidenciales en Brasil, pero lo más probable que el futuro presidente sea consagrado en la segunda vuelta prevista para el próximo 26. También es muy probable que la disputa final sea entre dos candidatas mujeres: la presidente Dilma Rousseff y la candidata del Partido Socialista, Marina Silva. Como ya lo han dicho algunos analistas, la disputa por el máximo cargo político de ese país es cosa de mujeres.

Según las encuestas, Dilma ha recuperado posiciones en los últimos días. Los más optimistas le dan una ventaja de ocho a diez puntos; los más realistas dicen que con suerte y viento a favor la ventaja es de cuatro puntos. En cualquier caso, lo cierto es que la candidata oficialista ha recuperado posiciones. Para ello fue necesaria una agresiva campaña electoral, algo que el PT sabe hacer muy bien, sobre todo cuando lo que está en juego es el poder representado por el máximo cargo político.

A las elecciones nacionales Dilma las tenía más o menos garantizadas, hasta el momento en que la fatalidad derribó el avión que trasladaba al candidato socialista Eduardo Campos. Su imprevista muerte colocó en el primer plano a Marina, quien hasta ese momento desempeñaba el modesto rol que la política les asigna a los candidatos a vicepresidentes.

La afectividad que despierta una tragedia, los sentimientos que moviliza -sobre todo cuando el muerto es un político prestigiado- permitieron que Marina llegara a competir por los máximos honores y con los mejores auspicios. De una semana para la otra, la mujer que alguna vez fue ministra de Lula se transformó en la favorita de las encuestas, un destino que una religiosa como ella lo asignó a la divinidad, ya que ella era una de las viajeras del avión que cayó en Santos, viaje que suspendió por razones particulares a último momento.

Pero el romance con el destino no duró demasiado. Apenas recuperados de su asombro, los funcionarios del PT se dedicaron a hurgar en la vida de Marina y a ventilarle algunas de sus virtudes y todos sus defectos. Los muchachos no se privaron de nada y lo más suave que le dijeron fue “derechista” y “candidata del neoliberalismo”. Para ello el PT cuenta con un aceitado aparato de propaganda que incluye un manejo privilegiado de la información y una disponibilidad de recursos y tiempo de los que los candidatos opositores carecen. También, de una ya reconocida inescrupulosidad.

A Marina se le reprocha su propuesta de recuperar la independencia del Banco Central. La acusan de proponer salidas económicas afines a los grupos económicos concentrados y defender estrategias financieras afines al neoliberalismo. La otra imputación que trabajan los asesores de Dilma, es la de haber cambiado de partidos, oscilaciones ideológicas que según los críticos pondrían en duda su estabilidad emocional. La respuesta de Marina a esa imputación fue contundente: “Cambié de partido para no cambiar de ideales y principios”.

Convengamos que resulta poco creíble acusar de derechista a una mujer que conoció las inclemencias de la pobreza desde su más tierna infancia. Marina nació en un hogar pobre, debió trabajar de niña en los oficios más rudos y recién pudo alfabetizarse a los catorce años. Su biografía es la de una mujer que viene de abajo y se hizo a sí misma superando las humillaciones de la pobreza y las previsibles discriminaciones por su condición de mujer en un país machista.

Su militancia política se inició en la adolescencia. Siempre en la izquierda. Tiene en la actualidad cincuenta y seis años y una larga carrera política que incluye cargos legislativos y ministeriales. Marina -ya lo dijimos- fue ministra de Lula, pero en 2010 y luego de romper con el PT, se presentó como candidata a presidente, y si bien no ganó obtuvo casi el veinte por ciento de los votos, lo que traducido a números significa el apoyo de alrededor de veinticinco millones de personas, cifra nada desdeñable para alentar ambiciones mayores.

Dilma no se le queda atrás en méritos, esfuerzos y sacrificios. Si bien pertenece al mundo urbano y proviene de un hogar de clase media, ella también debió luchar duro para ganar espacios políticos. Se sabe que en los años sesenta optó por la resistencia armada a la dictadura y que en 1970 fue detenida, torturada y pasó alrededor de tres años entre rejas, situación que la templó en la adversidad y le otorgó un aura de mártir que la acompaña hasta la fecha.

Dilma se destacó desde muy joven por sus condiciones intelectuales, su sólida formación teórica en el álgebra del marxismo y su capacidad de liderazgo en organizaciones machistas donde las mujeres eran una ínfima minoría. Ministra de Lula, se sabe que tuvo diferencias con él, pero seguramente fueron superadas porque en 2010 fue la candidata del líder histórico del PT, favor que no le impidió luego iniciar una campaña de depuración interna que mandó a la cárcel a algunos de los principales colaboradores del señor Lula.

Detalles al margen, Dilma ganó las elecciones con comodidad presentándose como la continuadora de Lula, rol que reitera en estos comicios. Dicho con otras palabras, votar por Dilma es hacerlo por Lula o por la continuidad de las transformaciones económicas y sociales de los últimos años. El problema es que esas consignas no impresionan a Marina ya que ella también fue una protagonista genuina de esos cambios.

Marina y Dilma se disputan en términos prácticos los favores de un electorado de más de cuarenta millones de personas que fueron impulsadas desde la pobreza a la clase media en los últimos quince años. Este activo sector social, que ya superó la etapa del agradecimiento a sus benefactores, ahora plantea nuevos reclamos sociales y económicos y fue el que protagonizó las jornadas de protesta de mediados del año pasado, protestas que pusieron en jaque la autoridad política de Dilma.

El problema que se presenta para todos es que la etapa de inclusión social por la vía de la asistencia social y el crecimiento de las exportaciones está llegando a su fin. La fórmula dio todo lo que tenía para dar, pero ahora se imponen cambios, cambios que las candidatas admiten de la boca para afuera, pero hasta la fecha no han dicho cómo harán para pasar de un ciclo a otro. O por lo menos, no han logrado expresarlo con claridad.

Como se sabe, Brasil es la séptima potencia industrial del mundo. En ese contexto se supone que los resultados electorales no modificarán en lo esencial sus estrategias de crecimiento y sus relaciones diplomáticas y su inserción en el mundo y la región. Su problema no es tanto el campo de las relaciones internacionales, como los dilemas sociales internos.

Al respecto hay tres puntos centrales que ocupan la atención de todos los candidatos: los transportes, tema clave en un país de ciudades inmensas y largas distancias; la educación, decisiva para una nación con altos índices de analfabetismo y con servicios universitarios óptimos pero que están lejos de satisfacer las demandas de las nuevas camadas juveniles; y la salud, con hospitales colapsados por una demanda cada vez más exigente.

Con respecto a la educación, Marina lleva como estandarte una de las últimas palabras de Eduardo Campos: “El día que los hijos del pobre y del rico estudien en la misma escuela, ése día Brasil será el país que queremos”. Frase precisa para soluciones aún imprecisas.

Ciento cuarenta millones de brasileños en condiciones de votar decidirán este domingo en quién confían para resolver o, al menos, empezar a resolver estos problemas. Los ciudadanos elegirán presidente, 27 gobernadores, 27 senadores nacionales, 513 diputados y alrededor de 1.075 diputados estaduales. Por el momento las promesas son amplias y generosas, pero ya se sabe que una cosa es prometer y otra realizar.

Dilma se destacó desde joven por sus condiciones intelectuales, su sólida formación teórica en el álgebra del marxismo y su capacidad de liderazgo.

A Marina le cuestionan haber cambiado de partido. Su contundente respuesta fue: “Cambié de partido para no cambiar de ideales y principios”.