Comunicados

Comunicados

He visto, veo, cada vez más seguido, de refilón, como un ramalazo, un paneo en colores, a los comensales (amigos, familiares, parejas) sumergirse en sus celulares y habilitar neoviajes de (in) comunicación. Tres cosas les voy a decir: las mesas parecen aeropuertos; uno no sabe cuántos invitados hay realmente; y, finalmente, qué guaifai ni guaifai: ¡apaguen los celulares!

 

Circula por internet, fuente de toda razón y justicia, justamente, un cáustico y bello cartel que supuestamente está en algún restaurante de la aldeíta global que compartimos: “en este lugar no hay wi fi: charlen entre ustedes”, dice. En otros lugares, piolas, hay una canastita para dejar los celulares; y un mensaje: el primero que lo saca paga la cuenta. También, como contrapartida, otro, que en medio del rígido protocolo de una mesa bien tenida, entre cubiertos, platos y copas y sus exactas ubicaciones, empieza a aparecer el lugar del celular, a mano, como un utensilio “para comer” más...

Antes, en la mesa familiar de los domingos (descartemos la de todos los días, hoy un espacio en franca desaparición), a lo sumo la larga sobremesa se desarmaba para que los hombres fumen un cigarrillo mientras charlaban en un breve aparte sus cuestiones, mientras las mujeres hacían lo mismo lavando platos y preparando los postres o un mate tempranero.

No comparto esa determinación antigua y machista o feminista (según se mire) de los roles, pero ahora la mesa se desarma a cada rato y todo el tiempo con la periódica consulta al celular: todos los comensales tienen el suyo y todos están allí en la mesa pero no están exactamente, porque charlan o hacen que charlan con otras personas, ausentes pero presentes, desconocidos que no fueron invitados pero que interactúan con alguno de los invitados en tiempo real...

Cuando comenzaron a explotar las tecnologías que revolucionaron (y aun lo hacen, a cada rato, moviéndonos la cancha y haciéndonos apurar el paso) las comunicaciones, una de esas comedias pasatistas del montón, se metía en la ola y hacía avanzar la narración: tienes un e-mail. La película, con Meg Ryan y Tom Hanks es de ¡1998! El mail era o es todavía una adaptación tecnológica muy práctica de la tradicional carta física que uno mandaba por correo. Pasaron sólo quince años y en materia tecnológica y de comunicaciones, un mundo. ¡Un universo entero! Hoy los teléfonos, los celulares, los smart o cualquier versión de mano se conecta a internet y de allí, con redes sociales o las distintas formas de mensajería instantánea, tenés el mundo y a buena parte de sus habitantes conectados y a disposición, así estés en medio de la isla, en la cima de una montaña o, como sucede, en medio del almuerzo familiar...

Y si agarrás un tipo de mi edad -cinco exactas décadas-, el cambio fue poco menos que pavoroso, incluyendo la aparición sucesiva del televisor, del televisor color, de la computadora, del primer celular, hasta ahora. Mi hija no entiende ni puede entender cómo podíamos divertirnos sin computadoras. No le entra en la cabeza, directamente.

Los pibes están en el boliche y en vez de mirar a su alrededor, miran la pantalla. Y lo explican: ahí están comunicados todos y todas, y se mandan mensajes on line. Antes, si te gustaba una chica, tenías que tener la presencia de ánimo de encararla, mirarla a los ojos, decirle algo ingenioso o gracioso, sopesar la posibilidad cierta y carnal de rebotar impiadosamente y de volver derrotado. Ahora, preguntás el celular de tal o cual y otros tales o cuales conectados te lo darán y con ese dato disparás desde tu trinchera impunemente y casi sin compromiso: si sale bien, genial; si no, a otra cosa.

Y que quede claro que estoy muy lejos de estar en contra de las nuevas tecnologías: las adopto y las uso. Son revolucionarias, útiles, importantes. Pero me abisma asumir que es más importante correr a mirar la pantalla ante cualquier sonidito que anuncia un mensaje, una foto subida, un chiste en cadena, que compartir un rato en el espacio común y real de una tallarinada dominguera, los mensajes que tienen tus viejos, tus abuelos, tus hermanos y cuñados, tus hijos o volver a escuchar los chistes de tu tío. Así que propongo, de onda nomás, que al menos en la mesa familiar, todos apaguemos los celulares por un par de horitas y miremos las reconocibles caras de nuestros seres queridos. Si querés te lo mando por WhatsApp.