CRÓNICAS DE LA HISTORIA

El Sínodo, alcances y límites

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por Rogelio Alaniz

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La Iglesia Católica está cambiando. Lo hace a su manera, tomándose sus tiempos y sin dejarse tentar por cantos de sirena o voces agoreras. Estamos hablando de reformas, no de revolución. Reformas que incluyen cambios, no saltos al vacío y, mucho menos, rupturas institucionales. A la nave hay que conducirla no estrellarla contra los peñascos. Toda reforma que merezca ese nombre es un delicado equilibrio entre lo viejo y lo nuevo. Un reformista incluye, no excluye, salvo al que se quiera excluir. La Iglesia no es un partido político o un parlamento. Su lógica interna es otra, sus tiempos son otros y sus principios de legitimidad son otros.

Que obispos de todo el mundo se reúnan para debatir temas controvertidos ya es una señal de cambios. El debate abierto como tal es un cambio. Un cambio con los límites que impone una institución que está obligada a “conservar tradiciones”. El comportamiento del Papa Francisco en ese sentido fue impecable. Convocó al debate, alentó el clima de asamblea, permitió que todos den a conocer sus puntos de vista y él se limitó a escuchar o, para ser más preciso, se tomó la libertad de escuchar atentamente a todos, a progresistas y conservadores.

¿Observador neutral? Más o menos. Un Papa nunca es neutral. Convocar a una asamblea no es precisamente un acto de neutralidad. Las reacciones de los más recalcitrantes son una demostración cabal acerca de la supuesta neutralidad de Francisco. Treinta y cinco años de absoluta hegemonía conservadora llegaron a su fin. Como frutilla del postre, el Papa resolvió que los debates se hagan públicos como también que se conozcan los nombres y apellidos de los que defendieron las diferentes posiciones. Nada nuevo para una asamblea democrática, pero absolutamente renovador para ciertas jerarquías adheridas a una tradición fundada en el secreto.

El Sínodo concluyó el 19 de octubre, pero lo más importante está por venir. Durante largos meses lo que se debatió en el Vaticano será trasladado al conjunto de la iglesia. Sínodo es proceso, camino. Hay que decir que de los sesenta y dos puntos tratados, cincuenta y nueve fueron aprobados por los dos tercios de los presentes. Temas como el de los divorciados vueltos a casar y los homosexuales ofrecieron resistencias más amplias, pero en todos los casos contaron con la aprobación de una mayoría.

En la Iglesia Católica -y no solamente en la Iglesia-, nunca es conveniente interpretar los acontecimientos en términos de blanco y negro. Los progresistas y los conservadores existen en un escenario marcado por los matices, a veces más interesantes que las posiciones extremas. Dicho esto, queda claro que el clima existente fue favorable para los renovadores. De todos modos, recién para el año que viene se conocerán las conclusiones definitivas, conclusiones que el Papa seguramente tendrá en cuenta, aunque nunca está de más advertir que está facultado para tomar las decisiones que considere más conveniente.

Por lo pronto, la prudencia y el tacto han sido las actitudes dominantes. “Hacer lío” para el Papa no es imponer su voluntad, sino crear condiciones para que se escuchen todas las voces. Por supuesto que esta iniciativa molestó a algunos. Que un grupo de recalcitrantes hayan visitado a Joseph Ratzinger para tentarlo en una conspiración, pone en evidencia a lo que están dispuestos a llegar. Que Ratzinger los haya rechazado y acto seguido haya informado a Francisco de lo que acababa de suceder, prueba que el clima de cambio es más consistente de lo que algunos están dispuestos a aceptar.

La convocatoria al Sínodo es en sí misma una acontecimiento histórico. La Iglesia con este acto no compromete su pasado sino su futuro. Los cambios se imponen porque están en la historia. Lo que se decida allí pone en juego principios, valores y tradiciones, pero por sobre todas las cosas, el rol de la Iglesia en el siglo XXI. La misión que se ha impuesto el Papa es ser el promotor de esos cambios.

¿Qué cambios? La Iglesia no está para sancionar o castigar, sino para acompañar y enseñar. Exige a un compromiso con la fe, pero ese compromiso no es una carga imposible de soportar. Una Iglesia asistente, una Iglesia ambulancia, como se ha dicho en su momento. Una Iglesia que no desconfíe de la libertad sino que la aliente; una Iglesia que se conciba como esperanza; una Iglesia que preste atención a su base, a “las personas amadas por Dios”.

La familia es un tema central no sólo para la Iglesia sino para la sociedad. Allí están en juego valores, intereses, prácticas sociales y proyecciones culturales y políticas. Pero por sobre todas las cosas, está en juego el concepto de amor y sus verdaderos alcances. La familia como institución histórica, merece un debate propio, pero en el caso de la Iglesia adquiere singular relevancia la sintonía con el mensaje del Evangelio. Y, como se sabe, el Evangelio nunca puede ser mala noticia o ser el sustento legal de fiscalizaciones, admoniciones y castigos.

Que el modelo de familia tradicional está en crisis, es un dato de la realidad que ni el obispo más conservador desconoce. Lo que abre la polémica no es el reconocimiento de la crisis sino lo que corresponde a hacer con ella. El tema se complica porque además existen dogmas de fe que no se pueden desconocer alegremente. ¿Son reales estos dogmas? Por supuesto que lo son y todo católico lo sabe, aunque en el debate estas rigideces se relativizan.

Lo que importa insistir en todos los casos es en la legitimidad del debate. Para los creyentes las decisiones de la Iglesia están inspiradas por el Espíritu Santo. Ningún católico puede desconocer ese dato, pero las controversias se abren a la hora de discutir cómo opera el Espíritu Santo y cuál es su voluntad. En principio, lo que en toda asamblea parece quedar claro es que nadie en particular es portador de esa iluminación divina. El Espíritu Santo, en todo caso, crea condiciones favorables para que ciertos temas se debatan, pero no es de buena fe atribuirse el privilegio de una iluminación distintiva. Dicho con otras palabras: en una asamblea de obispos se argumenta con razones y la voluntad del Espíritu Santo es siempre un misterio.

Fueron muchos los temas debatidos en el aula del Sínodo, pero los más urgentes fueron la situación de los divorciados vueltos a casar, la realidad de los homosexuales, el celibato y la participación de la mujer en las celebraciones religiosas. No son temas de abordaje sencillo. La Iglesia es una institución, pero es algo más que una institución. Hay tradiciones y dogmas de fe que se deben respetar. Temas que en una asamblea de laicos serían de resolución relativamente sencilla, en la Iglesia Católica -como en cualquier institución religiosa-, son complejos y merecen consideraciones que no se pueden omitir o borrar de un plumazo.

El caso de los homosexuales es paradigmático. Para asombro de muchos, se dio a conocer un borrador en el que se decía que “las personas homosexuales tienen dones y cualidades para ofrecer a la comunidad cristiana”. De la descalificación y la condena a esta posición hay un largo camino recorrido. Camino no exento de obstáculos ni riesgos. Así se explica por qué el párrafo mencionado fue retirado, aunque se mantiene la apertura. ¿Por qué fue retirado? Por las reacciones que suscitó, pero no deja de ser interesante preguntarse por qué de todas maneras se hizo público. Allí “la mano de Dios” hizo lo suyo. O la mano del Papa para ser más preciso.

“Treinta y cinco años de absoluta hegemonía conservadora llegaron a su fin. Como frutilla del postre, el Papa resolvió que los debates se hagan públicos como también que se conozcan los nombres y apellidos de los que defendieron las diferentes posiciones.