En la Scala de San Telmo

La música, el oboe y la vida

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Dos talentosos artistas: Florencia Catena y Federico Curti. Oírlos es una caricia al alma.

Foto: Gentileza producción

 

Ricardo Matienzo

Héctor Berlioz, el gran músico francés, decía que el oboe es ante todo un instrumento melódico, de carácter agreste y lleno de ternura e incluso timidez. Y añadía que sus sonidos “son adecuados para expresar el candor, la gracia ingenua, el dulce gozo, o el dolor de un alma en pena”. Pensaba en esa cualidad hace unos pocos sábados atrás al oír un concierto con obras para piano y oboe interpretadas en la Scala de San Telmo por la pianista argentina Florencia Catena y el oboísta uruguayo Federico Curti, ambos muy talentosos y tan jóvenes que apenas si rondan cada uno el cuarto siglo de edad. Los sonidos de la música tienen cualidades misteriosas: despiertan en el corazón la química de distintos y variados sentimientos, reveladores de las alegrías, angustias o enigmas que acompañan en la vida, en este mundo, a veces tan luminoso y otras tan oscuro.

Depende del carácter de esa música. Y si bien es verdad que la música no nos transmite ningún significado concreto, es muy raro que no genere asociaciones con esos problemas o temas que desvelan a nuestra razón o que son cuestionados o investigados por ella en busca de respuestas, que con frecuencia nunca aparecen con la claridad que necesitaríamos. Pensaba también en lo que dice el ensayista George Steiner: que un mundo sin música no sería “necesariamente un mundo muerto en el sentido geológico y biológico, aunque sería explícitamente inhumano”. Y cuánta razón tenía Berlioz al señalar aquellas cualidades de oboe, que se exponían claramente en las ejecuciones que ambos intérpretes hacían de piezas de Johann Sebastián Bach, Robert Schumann, Eugène Bozza, Carlo Philipp Emanuel Bach y Camile Saint-Saëns. Piezas que rememoraban, sobre todo las de origen en el barroco musical, un espíritu casi pastoril, de nostálgica tranquilidad, ajeno a toda violencia, a los gestos de iniquidad bélica actuales o del pasado que han mutilado el candor, la gracia ingenua y la ternura que parece propalar el oboe como símbolos de una convivencia mejor entre las personas. Una convivencia mejor que aún nos debemos, como nos ha recordado el reciente centenario (28 de julio) del comienzo de la Primera Guerra Mundial.

En su contrapunto exquisito con el piano, me lo remarcaba desde su voz inmemorial ese oboe (después me enteré que era un Rigoutat, uno de los mejores modelos de la industria francesa), ese instrumento que había logrado atravesar la amnesia de los tiempos trayendo a nuestros días tal vez los mismos secretos que transmitía a los sumerios, babilonios y asirios, allá por los tres mil años antes de Cristo, cuando lo llamaban todavía abud, semilla germinal de las distintas versiones del oboe tradicional (bombarda, cornamusa, duduk, gaita, hichriki y zurna) y de las actuales variantes del oboe moderno: oboe pícolo, oboe, oboe d'amore, corno inglés o oboe barítono. Y me lo dijo también la emoción de un viejo hermoso, de cabellos y blanca barba que tomando por la cabeza a su hijo le acercó la suya y se puso a llorar de emoción al término del concierto, mientras algunos presentes, que habían sentido la misma conmoción, lo miraban un poco incrédulos, tal vez porque sentían un poco de temor a ser desbordados por parecidos sentimientos.

Esta epifanía que provoca la música y el buen arte en general, esa iluminación que una partitura produce en el alma, sea para evocar el dolor o la felicidad, me hizo pensar también en un horizonte esperanzador. Porque así como la música no vuelve buenos a los hombres malos es clásico el ejemplo de los nazis que escuchaban a Beethoven en las cercanías de los campos de exterminio o el de los soldados norteamericanos, según su propia confesión, que han utilizado a Wagner como música de fondo mientras se introducen en ciudades de Irak y, alegando combatir a los extremistas islámicos, matan niños, ancianos o mujeres, también es cierto que donde hay una sensibilidad humana despierta la música ennoblece. Y cada joven que se vuelca a ella es, de algún modo, una apuesta a que puedan aparecer siempre en el universo seres que no estén solo pensando en medrar a costa de los otros o en matar a sus semejantes, sino en volcarse a tareas más trascendentes y purificadoras de la vida. Y Federico y Florencia, con quienes tuvimos el gusto de hablar al día siguiente del concierto, son dos ejemplos de esto, como lo son esos jóvenes palestinos y judíos que Daniel Barenboim ha juntado en una orquesta musical cuya bandera es la confraternidad entre ellos. Federico tiene a pesar de su juventud una trayectoria intensa, que lo ha llevado desde Uruguay a Venezuela y de allí a Niza, París y Basilea en busca de perfeccionamiento en la ejecución del oboe. Estudió el instrumento con Daniel Arrignon, Christian Schmitt y otros grandes maestros y ha tocado como músico invitado en la Orchesta Régional de Cannes, Orchestre des Jeunes de la Méditerranée, Orchestre Philharmonique de Nice, Orchestre de Jeunes Européens y otras. En la actualidad, desarrolla labor como solista de oboe en la Orquesta Filarmónica de Montevideo y en la Orquesta Sinfónica del Sodre.

Florencia tuvo su primer contacto con el piano a los 7 años de edad y al año siguiente ingresó al Conservatorio Carlos López Buchardo. En 2001, se recibió de camarista y un año más tarde de Profesora Superior de Piano. Dicho ciclo fue desarrollado con intervenciones en conciertos públicos en los que obtuvo notables puntuaciones y una mención especial de honor. Actualmente, sigue perfeccionando su repertorio pianístico para sus próximos y cercanos conciertos, formando parte de diversos proyectos musicales. Además se desempeña como profesora de piano y concertista, tanto solista, camarista y pianista acompañante de cantantes e instrumentistas de orquesta.

El 3 de noviembre hará un concierto en la Legislatura Porteña acompañando a cantantes que pertenecen al coro del Teatro Colón. Y en diciembre realizará otro con Federico en la Universidad de Montevideo.

Dos jóvenes músicos pues en acción. Ojalá, como dicen ellos, sigan el año que viene haciendo otros conciertos. Será una buena oportunidad para que los conozcan quienes todavía no los han oído. Y de disfrutar de las nuevas bellezas y dulzuras que el piano y el oboe de estos dos jóvenes nos proporcionarán para hacer más dichosas nuestras vidas. Tal vez esas caricias dirigidas al alma no resuelvan los problemas del mundo, lo más probable es que no, pero sí se podrían abrir algunas ventanas más en el mundo para aquellos decididos o dispuestos a encarar ese desafío radical que, según Steiner, afronta esta época: el de aprender de nuevo a ser humanos.