mesa de café

Automovilistas que cazan peatones

Remo Erdosain

Abel llega al bar muy malhumorado. Raro en él que se distingue por su parsimonia. Sin embargo, esta vez está enojado y no lo puede disimular.

—La ciudad se parece cada vez más a una selva -exclama- mientras le hace señas a Quito para que le sirva un café bien cargado.

—¿Y se puede saber qué animal feroz te atacó esta vez? -pregunta Marcial.

—Los automovilistas, enemigos declarados de los peatones -contesta Abel, quien acaba de tomar un trago de café-, son unos animales, no respetan nada, te tiran el auto encima y no les importa pasarte por arriba. Y no sólo te atacan, sino que además te insultan, cuando en realidad deberían pedir disculpas.

—Lo raro -interviene José- es que las leyes siempre favorecen al peatón.

—Las leyes favorecen al peatón -señalo-, pero lo que el automovilista impone es la ley del más fuerte. Si el auto se te viene encima, está claro que no te queda otra alternativa que esquivarlo, saltar a un costado, porque si el auto te atropella es un consuelo muy pobre saber que la ley está de tu lado y que al automovilista lo van a procesar.

—Lo procesan pero sale en libertad en el acto, habilitado para seguir atropellando peatones. Mientras tanto a vos te mataron o quedaste lisiado.

—Lo cierto -puntualizo- es que los automovilistas imponen la ley del más fuerte: no son todos, pero es una importante mayoría. Está claro que creen que la calle les pertenece y que el que la cruza sabe que se mete en un territorio peligroso.

—Es como en la selva. Ellos son los leones y el que ose meterse en su zona que se atenga a las consecuencias.

—Y eso ocurre aunque cruces por la senda peatonal respetando los semáforos.

—Lo que la ley dice es que el peatón tiene derecho a cruzar y que el automovilista que viene por la calle perpendicular está obligado a darle paso al peatón.

—Y es obvio -sentencia José- porque si así no fuera el peatón nunca podría cruzar una calle.

—Puede hacerlo -comenta Marcial-, pero cuando lo hace es como si estuviera cruzando un campo de tiro, gambeteando los autos como si fueran balas.

—Lo interesante -digo- es que lo que estamos hablando demuestra que las leyes valen sólo cuando la sociedad está dispuesta a cumplirlas. En este caso, la ley es muy clara pero no se cumple y el peatón no tiene manera de exigir ese cumplimento porque le va la vida en el empeño. Lo que pasa en Santa Fe ocurre en todo el país. En Buenos Aires, cruzar la calle confiado en el principio legal que te respalda es lo más parecido a un suicidio.

—¡Qué diferencia con la disposición legal que prohíbe fumar en locales cerrados! -exclama José.

—¿No sé qué tiene que ver un tema con otro?

—En que la prohibición de fumar funcionó porque la gente le exigía al fumador que apagara el cigarrillo o se fuera a fumar a la calle. No hizo falta que los dueños de los locales se pelearan con los fumadores o que interviniera la policía: la sociedad misma se hizo cargo del tema y hoy todos cumplen la norma.

—Con los automovilistas está visto que es imposible.

—Es imposible por lo que te decía antes: el peatón no tiene modo de exigir el cumplimiento de la ley, salvo que se sacrifique como un bonzo.

—Lo que yo me pregunto -se interroga Abel- es por qué en España, Italia, Francia, Alemania, los automovilistas actúan frente al peatón como unas señoritas: respetuosos, prudentes, amables...

—Vale para todos los lugares que dijiste, menos para el sur de Italia -corrijo-, porque desde Nápoles hacia Sicilia se impone el “tercer mundo” en sus peores versiones.

—La pregunta de Abel -explica Marcial- se responde observando la diferencia que existe entre los automovilistas del primer mundo y los automovilistas del tercero. En un lugar las leyes se cumplen y en el otro no; en un lugar se respeta al más débil y en el otro se lo atropella. Es así de sencillo y de terrible. El día que los automovilistas argentinos respeten a los peatones, tal vez sea el día en que empecemos a hacer las cosas como corresponde. Y no sólo en ese tema.

—Propongo el siguiente experimento: andate de la Argentina unos años, no leas lo que pasa en tu país de origen y regresá de golpe. No preguntes nada ni leas nada, prestá atención a lo que hacen los automovilistas con los peatones. Si observás que los respetan, quiere decir que mejoró la convivencia social, salimos de la anomia crónica y seguramente los niveles de desarrollo también están presentes en la economía y en la calidad de vida de la sociedad.

—Me parece que estás exagerando -reacciona José.

—No mucho -digo.

—En homenaje a la memoria quiero recordar -dice Abel- que un arquitecto genial como Gaudí murió atropellado por un tranvía de Barcelona; y un intelectual como Roland Barthes perdió la vida por cruzar distraído la calle.

—Eso pasó en Barcelona y en París -observa José- y que yo sepa son ciudades del primer mundo.

—Siempre puede haber una imprudencia del peatón -acepta Marcial- o una distracción. Pero a mí me consta que en Europa el comportamiento de los automovilistas es conmovedor. Una vez estábamos parados con mi mujer en una esquina decidiendo adónde íbamos. De pronto presto atención y veo que los automovilistas estaban esperando que nosotros termináramos de conversar y cruzáramos la calle. Me dio tanta vergüenza que cruzamos sin saber por qué lo hacíamos. O sea que no sólo te dejan pasar, sino que además detienen el auto, lo frenan y lo ponen en punto muerto para esperar que uno pase.

—Igualito a mi Santiago -murmura Marcial.

—Ustedes hace un rato mencionaron a Barthes y Gaudí -recuerda José- yo menciono a alguien más, y de estos pagos: José Aguilar, el guitarrista de Carlos Gardel, el tipo que se salvó de morir quemado en Medellín y quince años después murió atropellado por un auto en la calle.

—Anécdotas más, anécdotas menos, debemos hacernos cargo -expresa Abel- de que alegremente retrocedemos hacia el salvajismo.

—No nos debería sorprender -enfatiza Marcial-, ya que desde el gobierno y los voceros del populismo se alienta el reencuentro con la América latina morena y tropical. Los resultados están a la vista: Santa Fe era, hace unas décadas, una ciudad europea, y ahora se esfuerza todos los días por parecerse a Macondo. Bienvenidos a la patria grande.

—No comparto -concluye José.

MESADECAFE.tif