OCIO TRABAJADO

Los ojos de Klaus Kinski

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Ilustración de Lucas Cejas.

 

Estanislao Giménez Corte

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I

Los ojos de Klaus Kinski son azules cristalinos (un poco llorosos, algo estrábicos, como extraviados) pero dicen desde ese azul toda una oscuridad tan abismal que no cabe en las propias cuencas; dicen un ansia, una desesperación latente que de a ratos se decide a salir de las órbitas y a tomar por asalto las escenas, a sacudir la cámara de Herzog, a llegar en movimientos especulares a abofetear la cara del espectador, a intranquilizar su conciencia, a incomodarlo en las zonas lumbares.

Los ojos aparecen desde los párpados huesudos y reducen los diálogos y los demás rostros a meros acompañantes, a partenaires de una hondura que domina el alrededor en su paneo caprichoso. Los ojos (las pupilas indomables, las ojeras talladas -aún de joven-) parecieran apretar en sí toda actuación posible para un cuerpo y un rostro: expresión, gesto y parlamento se reducen a polvo, a ceniza, a nada, cuando la mirada enloquecida arrebata las escenografías naturales y se hace del guión, que ahora mismo es un bollito de papel incendiado por la mirada incendiaria de Klaus Kinski.

II

Los ojos de Klaus Kinski dicen de una violencia a punto de desmadrarse, un temor que quiere salirse de los lagrimales, una tristeza que aparece definitiva. Los ojos dicen de algo que escapa a las propias artes de Kinski: lo que está allí viene de adentro o de abajo (de las vísceras, del abdomen) pero se fija en la mirada como con tinta seca. Los ojos no fingen el desborde pura-pose y afectación de un Dalí; no tienen la penetración y la inteligencia del Picasso joven; no tienen la sensualidad del Brando joven ni el cansancio del Brando maduro; no tienen la destreza de un Nicholson con el hacha, porque en éste “vemos” la actuación. Los ojos de Klaus Kinski no modifican su amenazante morfología fuera de cuadro. Los ojos (saltones, sorprendidos, perplejos) tienen algo que los emparenta a los de Stanley Kubrick, a los de Buñuel, a los de Sartre: una incomprensión, una negación; la pretensión de abarcar una totalidad y no poder hacerlo.

III

Los ojos de Klaus Kinski no actúan, no gesticulan, no aprenden un método: piden auxilio, piden perdón. Dicen: acá detrás está el prestigioso actor de teatro shakesperiano que terminó en impresentables películas clase B; dicen: acá está el adicto sexual acusado de abusar de una de sus hijas. Dicen una especie de oscura genialidad que surge, ya en la selva peruana, ya en un monólogo sobre Jesús. Todo análisis posible se detiene en la observación del rasgo salvaje aparecido en la mirada, que salva la escena. Los ojos de Klaus Kinski destilan un terror personal. Ven, creemos, el propio cuerpo que habitan, desde adentro: allí está, agazapada, el alma torturada del actor que decide cómo son esos ojos.