editorial

  • ¿Acaso la presidente no puede ser investigada como cualquier hijo de vecino cuando actúa en el campo privado y, más específicamente, en el terreno comercial? ¿cuál es el agravio?

El gobierno y las instituciones

Desde hace años, la Constitución Nacional es violada cada día. Se lo hace por goteo, desde la cima del poder, con argumentos creativos -cuando hay tiempo para prepararlos- o brutales, cuando las papas queman. Así, hace doce años que vivimos en emergencia económica, con la consiguiente transferencia de las atribuciones propias del Congreso en la materia a la esfera del Ejecutivo nacional.

Y poco ha importado en ese largo tiempo que el mismo gobierno nacional se enorgulleciera del “crecimiento a tasas chinas” de la economía del país, al punto de proponerse como un ejemplo para el mundo. La emergencia siguió inmutable año tras año, porque su ya crónica renovación le otorga al gobierno una abultada chequera de uso discrecional; tan discrecional que la arbitrariedad de los criterios de distribución de los dineros públicos ha roto los equilibrios que alguna vez existieron.

El Estado central se ha apoderado de más del 75 por ciento de los recursos del país y, con esa acción, pulverizado todo atisbo de federalismo fiscal, sustento, a su vez, del federalismo político e institucional. De modo que la forma de Estado consagrada en el Art. 1 de la Constitución Nacional: representativa, republicana y federal, es masacrada en los hechos, porque el Congreso ha dejado de funcionar de acuerdo con su naturaleza institucional.

Es que las mayorías oficialistas en ambas Cámaras han dejado de representar a los pueblos y territorios de sus provincias, para convertirse en representantes de la voluntad presidencial. Y por si fuera poco, la mayoría de los órganos de control de Estado han sido desguazados o cooptados por un gobierno que busca el poder absoluto.

En semejante escenario de degradación institucional, el inicio de una investigación judicial -por denuncia de la legisladora Margarita Stolbizer- respecto de la empresa Hotesur SA que tiene como principal accionista a Cristina Kirchner, ha desatado los demonios del poder. La Casa Rosada da comunicados como si la hacienda privada de los Kirchner fuera una cuestión de Estado, el jefe de Gabinete, Jorge Capitanich, habla de una acción golpista del Poder Judicial; el constitucionalista Barcesat acusa a los senadores de sedición porque, ante la proximidad del recambio electoral, se han comprometido públicamente a no tratar hasta después del cambio de gobierno el reemplazo del renunciante juez de la Corte, Eugenio Zaffaroni; y el deslenguado puntero oficialista D’Elía haciendo gala de su auténtico yo, pide la decapitación simbólica del juez que instruye la causa de Hotesur porque entiende que se trata de una maniobra “destituyente”.

Lo increíble es que cuando los jueces hacen lo que tienen que hacer por mandato institucional, funcionarios y parafuncionarios del gobierno ponen el grito en el cielo, vociferación que tiene la virtud de dejar al desnudo la concepción absolutista del poder en el campo del oficialismo.

¿O acaso la presidente no puede ser investigada por la Justicia o auscultada por los organismos de control como cualquier hijo de vecino cuando actúa en el campo privado y, más específicamente, en el terreno comercial? ¿cuál es el agravio?

Para la gente común, lo indigesto es que haya tenido que producirse una presentación judicial para que saliera a la luz algo que nunca debió ocurrir (papeles societarios en desorden, domicilios falsos, falta de autoridades legalmente constituidas, contradicciones en la declaración jurada de Cristina respecto de su participación en esa sociedad, del porcentaje de sus acciones y el monto de su débito interno, entre otras cuestiones irregulares).

Los jefes de Estado están obligados a ajustar sus conductas a la ley. En rigor, lo estamos todos. Pero la importancia que impregna el cargo de primer ciudadano de la Nación, tiene un plus de exigencia, porque para bien y para mal es un faro de referencia para la ciudadanía. De modo que sus acciones contribuyen a crear conductas morales y republicanas o, en caso contrario, a contaminar el cuerpo social con el mal ejemplo que baja desde la cabeza de las instituciones.

mr