La vuelta al mundo

Yasser Arafat, a diez años de su muerte

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En Ramala, Cisjordania. La imagen, tomada en 2003, un año antes de su muerte, muestra a Arafat durante una reunión del Consejo Legislativo Palestino que funciona en el complejo de la Muqata y en la ciudad que aloja al gobierno del protoestado. Foto:agencia efe

 

Rogelio Alaniz

A diez años de su muerte, Yasser Arafat sigue siendo motivo de controversias irreconciliables. Para los palestinos y la izquierda es un héroe; el hombre que supo instalar la causa palestina en la historia; el luchador que supo combinar la actividad armada con la diplomacia sagaz y realista; el combatiente que se exhibió en el teatro de las Naciones Unidas con la pistola en una mano y la rama de olivo en la otra; en definitiva, un héroe contemporáneo, un mito, una leyenda, una realidad histórica y un prócer venerado de la nacionalidad palestina.

En la vereda de enfrente las críticas son inversamente proporcionales a los elogios. La más liviana lo acusa de terrorista y corrupto. Para Israel es la encarnación del enemigo, pero sobre todo el hombre que teniendo en sus manos la posibilidad de la paz la rechazó porque nunca la deseó; o tal vez porque no quería ser sometido a la crítica de sus feroces opositores internos.

Una biografía completa de Arafat aún no fue escrita. Abundan la propaganda y los insultos. También las opiniones de quienes lo conocieron en diferentes momentos de su vida. Tal vez, para escribirla sea necesario tomar distancia histórica. Además, las condiciones de clandestinidad en la que se desenvolvió este hombre hace muy difícil disponer de documentación fiable.

La leyenda, el mito y los intereses en juego conspiran para acercarse a la verdad. Héroe o farsante, terrorista o jefe de Estado, criminal o abanderado de la paz, corrupto o santo, todas las ponderaciones e imputaciones cuentan con su cuota de verdad, pero la síntesis que dé cuenta de la real encarnadura histórica de este hombre, aún no se ha logrado y, tal como se presentan los hechos, hay buenos motivos para suponer que tal vez nunca se logren.

Diez años después de su muerte, los escándalos alrededor de su figura continúan a la orden del día. ¿Murió de viejo o lo envenenaron? Y si lo envenenaron ¿sus autores fueron los judíos, la CIA o miembros de su entorno? Las sospechas no son más que eso, sospechas, y si bien las recientes pruebas a que fue sometido el cadáver en busca de un hipotético veneno dieron resultado negativo, las dudas que se resisten a desaparecer son un síntoma de lo que el personaje fue en vida.

La otra imputación es la de su inveterada corrupción. Sobre el tema, más que sospechas hay acusaciones probadas. Arafat al morir dejó una fortuna calculada en miles de millones de dólares. Como se dice en estos casos, esa suma de dinero ponderada por la revista Forbes, no la hizo trabajando. Su estilo de vida, el estilo de vida de sus principales colaboradores, daba cuenta de una disponibilidad de recursos en abierta contradicción con la propaganda que presentaba a la causa palestina como pobre y humilde. Pobres y humildes en todo caso eran los palestinos, condenados a vivir en los campamentos, pero lo mismo no podía decirse de Arafat y de sus principales colaboradores, quienes siempre ostentaron con desfachatez y cinismo las riquezas obtenidas gracias a las donaciones de Europa, las rentas del petróleo o los operativos terroristas practicados en el mundo. Las recientes declaraciones de su esposa no hacen más que consolidar todas las sospechas alrededor de su figura. Habría que agregar, por último, las propias imputaciones de la facción disidente, Hamas, para quienes los miembros de la OLP no son más que una banda de oportunistas y corruptos, acusación que pudo haber tenido cierta autoridad moral hace diez años, pero que en la actualidad se relativiza en toda la línea debido a las fortunas acumuladas por Khaled Mashal e Isamil Haniyeh, los principales líderes de Hamas.

En el mundo árabe y musulmán tampoco hay unanimidad a la hora de evaluar su figura. No deja de ser una paradoja de la historia o un símbolo de las modalidades estratégicas de la lucha en Medio Oriente, que si bien para los palestinos el enemigo principal es el sionismo y el Estado de Israel, por otro lado las masacres más grandes sufridas a lo largo de todos estos años no provinieron de Israel sino de Jordania, Siria o El Líbano, masacres consentidas por Egipto o toleradas por Irak o Arabia Saudita.

La propia biografía escolar de Arafat está plagada de falsedades y mistificaciones. Según se sabe, nació en 1929, pero hoy existe la certeza de que no fue en Jerusalén como él intentó propagandizar en su momento, sino en El Cairo. Pertenece al territorio de la leyenda la exaltación del sacrificio de un joven criado en la pobreza, cuando hay pruebas contundentes de que perteneció a una familia con recursos, lo que le permitió realizar estudios universitarios. También por razones de conveniencia y sobre todo a partir de sus relaciones “carnales” con la URSS, ocultó su parentesco con Husseini, el muftí de Jerusalén, colaborador de Adolfo Hitler y partidario del exterminio de los judíos en todo el planeta.

Es cierto, en cambio, que desde muy joven inició su militancia política y que antes de los treinta años fundó Al Fatah. Importa destacar que en su momento los objetivos de Al Fatah fueron la lucha por la expulsión de Israel, sin ninguna reivindicación territorial propia de por medio. Seguramente debe de haber hecho méritos suficientes como para que diez años después fuera el jefe de la OLP, organización creada por la Liga Árabe y dirigida hasta ese momento desde Jordania y Egipto.

La humillante derrota de la Guerra de los Seis Días comenzó a crear condiciones objetivas para poner a la causa palestina en un primer plano. La meta era, al decir de Nasser: “Arrojar los judíos al mar”, estrategia que se podía desarrollar con diversas tácticas. Una de ellas será “la causa palestina” y la devolución de los territorios ocupados. Lo sugestivo es que, hasta 1967, Cisjordania estaba controlada por Jordania; y Gaza, por Egipto. Hasta ese momento, a Arafat nunca se le había ocurrido reclamar esos territorios para sus paisanos. Fue necesario que Israel los conquistase para que en el tablero de ajedrez empezaran a jugar los palestinos, una “invención” oportuna que, dicho sea de paso, Arafat supo instalar en Medio Oriente y en el mundo con magistral habilidad.

Esos fueron los años del terrorismo más descarnado. También, los años de los campamentos de refugiados en Jordania. Las necesidades de financiamiento y legitimidad lo llevaron a Arafat no sólo a realizar operativos terroristas para obtener recursos y propagandizar las bondades de su causa, sino a desarrollar una intensa actividad política en Jordania, actividad que entrará en contradicción con los intereses de la monarquía, que no estaba dispuesta a aceptar la existencia de un doble Estado.

El desenlace se producirá en aquel fatídico “septiembre negro”, cuando Hussein ordenó exterminar a los palestinos. La cifra de muertos osciló entre los diez mil y los veinte mil. La tragedia fue de tal magnitud, que Arafat constituyó una organización armada que se llamará Septiembre Negro en homenaje a los muertos. Curiosamente, el debut terrorista no será contra los jordanos, autores de la masacre, sino contra los judíos, contra los atletas que se encontraban en Munich, para ser más precisos.

Instalados en El Líbano, los palestinos desarrollaron las mismas prácticas que enfurecieron al rey Hussein: recaudar impuestos, realizar expropiaciones, desarrollar bases militares. La diferencia radicaba en que esta vez serían un factor decisivo para alentar la guerra civil en un país de profundas diferencias entre cristianos y musulmanes, diferencias que transitaban por un delicado equilibrio, equilibrio que la presencia de los palestinos rompió definitivamente.

Bajo la dirección de Arafat, El Líbano se transformó en un centro de conspiraciones y operativos que se agravaron con la presencia intrigante de Siria en el territorio antes considerado la Suiza de Medio Oriente. En menos de una década la palabra “libanización” se transformó en sinónimo de despedazamiento nacional y guerra civil. Cuando en 1987 las tropas de Israel ingresaron al territorio para poner fin a la actividad militar desarrollada por los palestinos, todo se agravó y uno de los desenlaces trágicos fue la masacre de Shabra y Chatila, perpetrada por tropas cristianas con el guiño cómplice de Sharon. Conclusión, Arafat y sus colaboradores debieron refugiarse en Túnez. (Continuará)

Una biografía completa de Arafat aún no fue escrita. Abundan la propaganda y los insultos. Tal vez, para escribirla sea necesario tomar distancia histórica.