editorial

  • José Mujica tuvo que aclarar que México no es un Estado fallido y que en términos personales y políticos le desea lo mejor.

Severas fisuras en el Estado mexicano

Las presiones diplomáticas obligaron al presidente de Uruguay, José Mujica, a aclarar que México no es un Estado fallido y que en términos personales y políticos le desea lo mejor. Conviene recordar que hace unos días el gobierno de Peña Nieto convocó al embajador uruguayo para solicitarle explicaciones por las palabras de Mujica, palabras pronunciadas en una entrevista en ocasión de la desaparición y probable muerte de los cuarenta y tres estudiantes de la Escuela Rural de Ayotzinapa en el Estado de Guerrero, episodio ocurrido hace dos meses y que desencadenó una crisis política interna que puso en jaque al gobierno del PRI.

Mujica no tuvo mayores reparos en rectificar sus declaraciones, dando a entender que no es un experto en temas de diplomacia internacional y en cuestiones jurídicas. Cumplimentado el requisito diplomático insistió en que, más allá de las caracterizaciones teóricas, los problemas de países como México, Guatemala y Colombia, son serios y comprometen al conjunto del sistema político y sus instituciones estatales.

¿Fueron tan graves, tan comprometedoras las palabras del mandatario uruguayo? Desde una perspectiva jurídica y diplomática tal vez sí, pero desde una perspectiva estrictamente política, la respuesta merece complejizarse un tanto. Interrogado sobre el secuestro de los estudiantes, textualmente respondió: “A mí me da la sensación, visto a la distancia, que se trata de una especie de Estado fallido. Que los poderes públicos están perdidos totalmente de control”. Como se podrá apreciar, es una declaración lo suficientemente matizada (“visto a la distancia”, “se trata de una especie de...”, “tengo la sensación”) como para suponer que Mujica no está dando una opinión jurídica, sino política, en un país donde la violencia criminal de los carteles del narcotráfico ha provocado la friolera de más de setenta mil muertos en los últimos tres años. Y a ello habría que agregarle que los jefes de las organizaciones mafiosas controlan territorios en los que imponen la ley del hampa.

Palabras más, palabras menos, la crisis existe y las rectificaciones de Mujica son un detalle menor ante una realidad que excede a los poderes públicos. Sin ir más lejos, lo sucedido en la localidad de Iguala pone en evidencia la complicidad del poder político con los sicarios, ya que, como se sabe, los estudiantes fueron detenidos por la policía y entregados a los criminales por orden del alcalde. A este episodio macabro deben sumársele los innumerables crímenes contra empresarios, políticos, sacerdotes, campesinos y periodistas.

Juristas y politólogos podrán discutir la definición académica de un Estado fallido; pero en términos prácticos, lo que no se puede ni se debe desconocer es que en México -y no sólo en México- el Estado está desbordado por la actividad criminal.

Se entiende que funcionarios gubernamentales rechacen airados esta calificación que pone en duda sus condiciones para asegurar la gobernabilidad, pero más allá de los conceptos, lo que importa destacar es que en un país con setenta mil muertos en tres años, en un país donde la policía -con el acuerdo del alcalde- entrega detenidos a estudiantes para que sean ejecutados por los sicarios, el Estado está fallando en lo que concierne a su justificación institucional y a sus objetivos históricos más básicos: monopolio legítimo de la violencia y protección de la vida y los bienes de sus ciudadanos.

Un país con setenta mil muertos en tres años está fallando en lo que concierne a su justificación institucional y a sus objetivos históricos más básicos.