DIGO YO

Arbolito

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Natalia Pandolfo

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Solía tener magia. Barajar las cajas destartaladas que la vieja iba sacando del ropero, disponer piezas en el piso, enderezar las ramas endebles, idear formas posibles y escuchar la eterna promesa: el año que viene compramos uno nuevo. Batirse a duelo contra la estrella y soñar con ese glorioso día en que llegaríamos a la punta.

Poner el deseo en un objeto y soñar con ese momento de desesperación en que el papel parece rebelarse y no querer salir de escena. Encender las luces a la tardecita, mientras la manguera daba vueltas por el jardín, y respirar en el aire ese olor especial de las cosas que van formando un sentido de pertenencia: una historia.

Ver desde abajo a los adultos preocupados por el punto del vitel toné, o por si papas o berenjenas, o por si en casa o en lo de tu hermana, o por si sidra o champán. Escuchar los vaivenes de los preparativos como si fueran los acordes de un coro desafinado. Sentir en la panza esa cosquilla del regalo que quizás esta vez sí.

Después los años -las necesidades, las urgencias, las mudanzas, el darse cuenta, el crecer, el ya no creer- se ocuparon de dar un manto de practicidad a la cuestión. El arbolito fue más chico, funcional, listo para su uso, sin necesidad de armar y desarmar, simple, joya nunca taxi. Supimos entonces que el mercado y que el sistema y que era todo un invento para vendernos más y mejor cada vez. Las campanas seguían sonando, pero eran de madera.

Hasta que un día un niño llegó a la casa y puso nuevamente las cartas de la magia sobre la mesa. Como quien evalúa un experimento, depositamos nuestros ojos sobre él para admirar la sorpresa en esos grandes ojos chicos. Imaginamos -ya no nos fue dado sentir- ese cosquilleo en la panza al garabatear la carta. Intentamos, exasperados, capturar un atisbo de esa fascinación. Olfateamos y no alcanzamos, nunca más alcanzamos: sólo reeditamos la pantomima y llevamos al altar la ofrenda para que fuera ese pequeño ser quien protagonizara la sagrada ceremonia.

Nos sometimos, resignados y gustosos, a la gran maquinaria del consumo. Fuimos, compramos, transpiramos, recorrimos, apilamos bolsas en cada mano, gastamos, corrimos la afiebrada carrera. Destrozado nuestro sistema nervioso, puestos a contradecirse todos los argumentos como en una riña de gallos, finalmente triunfó por sobre todas las miserias la tradición y su aroma a milagro, a asombro, a maravilla.

Y entonces ocurrió. Un día cualquiera, recorriendo las calles vestidas de año, recordamos aquel veinticuatro en el que alguien dijo salí a ver si viene alguien. Obedecimos -¿cabía otro verbo?- y entonces vimos un fitito con una pareja, que pasaba por la calle. La mujer llevaba un bebé en brazos. Entramos emocionados, dichosos, enloquecidos, casi sin poder creerlo y gritamos, para que los grandes se enteraran, la buena nueva: el niño había pasado por casa.