Lebensneid

4_IMG_3270.jpg

Poster de Sten.

 

Por Carlos Catania

“El instante supremo en que salto o me pudro” (Raúl Gustavo Aguirre)

Si oigo decir “no eres más que tu vida”, “trazada la línea hay que hacer la suma”, “la vida es una pasión inútil”, “el hombre es lo que hace”, no dudo de que es la voz de Jean-Paul Sartre, y que detrás de estos contundentes aforismos, por llamarlos de algún modo, se esconde un moralista. En otro contexto sostiene, pongamos por caso, que Marcel Proust, con su obra, se ha hecho cómplice de la propaganda burguesa, pues contribuye a difundir el mito de la naturaleza humana. Desde un punto de vista no le falta razón: los hombres tienen en común no una naturaleza, sino una condición metafísica. Decir, por ejemplo, que todos los hombres son iguales es una falsedad que no encaja siquiera en un absoluto universal ni en lo nominal. Pero desde otro ángulo, la apreciación sartreana de Proust no sirve como crítica literaria.

El existencialismo manejaba tales conceptos con gran soltura y nosotros, imberbes escritores, bebíamos ávidos de esas fuentes. Aún hoy sus aguas calman a veces nuestra sed, pero justo es decir que otras consignas impresas en Situation II (“¿Qué es la literatura?”), sobre todo en lo que atañe al famoso compromiso, daban lugar a encontradas interpretaciones, causa de numerosos malentendidos en nuestra juventud. Si mal no recuerdo, fue con José Luis Víttori que un día coincidimos en que la obra mencionada había entornado algunas puertas, pero cerrado otras. Esta suerte de decepción no vulneraba la atención y respeto que mantuvimos por el filósofo, novelista y dramaturgo. Alguien dijo con entusiasta criterio, que nunca, ni en el siglo de Voltaire o de Hugo, un escritor había ocupado un lugar más destacado en la imaginación colectiva de su época. El “no eres más que tu vida”, que ahora me interesa, circunscribe lo que somos, lo que creemos ser y lo que nunca fuimos. A eso vamos.

Hace ya muchos años, José Ingenieros señalaba que, en el anciano, la ansiedad de prolongar su vida parece advertirle que una fuerte emoción puede gastar energía y “se endurece contra el dolor como la tortuga se retrae debajo de su caparazón cuando presiente un peligro. Así llega a sentir un odio oculto por todas las fuerzas vivas que crecen y avanzan, un sordo rencor contra todas las primaveras”. Pienso que éste es el momento en que, si decide hacer la suma sin trampas, encontrará con seguridad motivos para sentirse víctima de circunstancias que le eran ajenas.

Si durante su vida ha creído ser lo que nunca fue, comprende (tal vez) que es ya demasiado tarde para dar el salto. Merced a una ignorancia acomodaticia ha pasado por alto una real comprensión del mundo en que ha vivido, limitando así el terreno de lo posible y, lo que es peor, sin convicciones genuinas, no ha dejado de chapotear en un estilo de vida cuya falsedad lo convierte en un histrión hipócrita, valga la redundancia, necesitado de compañías inofensivas o de similar catadura.

Quizás Charles Odier ha dado en el clavo al considerar las neurosis de inseguridad y desvalorización, como una epidemia que es “el mal del siglo”. En estas encrucijadas, hay que andar con pies de plomo: no olvidar que todos somos mediocres en algún aspecto y que los seres humanos simples (no simplificados), en cordialidad con una existencia sin el artificio de lo convencional y (ay) de la buena educación, en gran medida son la sal de la tierra, aunque no posean la vocación de escribir una página como la presente.

De esta suerte, también debería ser tarea de todos resistir a la mediocridad manifiesta de seres que por pereza e irresponsabilidad son mentalmente raquíticos, contagiosos y que, sin embargo, a cada rato escupen altaneros sus principios de maniqueo. Frente a una “cultura” que pretende sencillamente ser humana, se despiertan sus celos y rencores. Las personas a quienes la vida les ha pasado por encima, suelen darse a la desesperada e inútil tarea de hacer creer a los demás lo contrario. Encadenados a una moral acolchada, reinan en la nada, sitio de precaria seguridad, un no-sitio.

Retomando a Ingenieros: “El hombre mediocre es una sombra proyectada por la sociedad (...) adaptado para vivir en rebaño, reflejando las rutinas, prejuicios y dogmatismos reconocidamente útiles para la domesticidad (...). Su característica es imitar a cuantos le rodean, pensar con cabeza ajena y ser incapaz de formar ideales propios”. Agregaré que ni siquiera tiene la nobleza de asumir que se equivocó.

“Bueno, ¿y qué?”, manifiesta el que te dije, “de cualquier manera, mediocres o no, todos vamos a morir”. Por sí solo el ridículo de estas palabras devela un iracundo desprecio por la pasión de vivir cerca de las modestas verdades que aclaran y dignifican un poco el laberinto de pesadillas en que estamos sumidos los mortales. Y como paralelamente el hombre ha creado maravillas que ennoblecen la existencia, es justo repetir aquello con que Dickens inicia una de sus obras: “Es el mejor de todos los tiempos y es el peor de todos los tiempos”. Mucho me temo que lo segundo supere a lo primero.

Para el que te dije, mi respuesta consiste en una sola palabra: Lebensneid, que significa la envidia amarga y rencorosa de la persona que siente que la vida pasó al margen de ella.

(Fragmento de “Principios nocturnos”)