“Don Quijote” adaptado para uso escolar

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Don Quijote, según Dalí.

 

Enrique Butti

Después de erigirse a Don Quijote de la Mancha como el clásico indiscutido de la literatura española, en 1920 se legisló la obligación de su lectura diaria en las escuelas ibéricas, con el consecuente compromiso de procurar una edición de la novela adaptada para niños. La orden de esta lectura obligatoria despertó polémicas; Miguel de Unamuno estuvo a favor; en contra, José Ortega y Gasset, que la juzgó un desatino, con el argumento de que se trataba de una obra desmitificadora y que el mito (“hormona psíquica”) resulta necesario para que el escolar sea “envuelto en una atmósfera de sentimientos audaces y magnánimos, ambiciosos y entusiastas”. Ortega tenía derecho de hacer consideraciones de este tenor, a la manera en que Borges especulaba cuánto sería distinta nuestra historia si los argentinos hubiésemos elegido como nuestro clásico al Facundo en vez del Martín Fierro, si bien jamás se le habría ocurrido negar que hay razones más profundas que las morales, políticas o pedagógicas (la estética, en primer lugar, más allá de la escritura portentosa de Sarmiento) por las que un pueblo elige inclinarse al hacer este tipo de elecciones.

La Real Academia Española ha cumplido ahora con editar aquella versión “de carácter popular y escolar” que se preconizaba a principios del siglo XX. El encargado de la tarea fue Arturo Pérez-Reverte, exitoso novelista de aventuras y buen conocedor de la Edad de Oro española.

Pérez-Reverte decidió no repetir el modelo de las varias adaptaciones, antologías y reescrituras del texto cervantino que ya existían y proponer un método que permitiera una “lectura rigurosa, limpia y sin obstáculos, de la trama básica que narra la peripecia del ingenioso hidalgo y su escudero”.

Exclusiones (“labor de poda”, las llama Pérez-Reverte), reordenamiento de algunos capítulos (“renumeración y refundición”) y corrección o adaptación de algunos términos (en el cuestionable afán por evitar los pies de página) son los principios de esta adaptación.

No están aquí los paratextos que anteceden al primer capítulo: Tasa, Prólogo, Dedicatoria, etc. Puede juzgarse acertado para una edición de estas características la exclusión de los documentos históricos (Tasa, Testimonio de las Erratas, la licencia de El Rey, la dedicatoria Al Duque de Béjar). Discutible, en cambio, la remoción del Prólogo y de los versos encomiásticos con que míticos héroes de la caballería cantan loas al libro y a sus personajes. Los prodigios retóricos, el humor satírico, la profundidad reflexiva y los juegos metalingüísticos que están en Don Quijote de la Mancha se anticipan en esos versos y en ese Prólogo, en el que aparece una primera persona “autor” dando inicio al vértigo de instancias narrativas que adquieren tanta importancia en la novela.

La otra omisión clave en esta adaptación es la de los relatos intercalados en la novela, percibidos como digresiones, tanto los que se integran a las peripecias y al mundo que recorren Don Quijote y Sancho (los episodios que nos cuentan las historias de Marcela, Dorotea, Fernando, Luscinda y Cardenio) como la del “Curioso impertinente”, que tiene un carácter autónomo, más afín al de las Novelas ejemplares de Cervantes. Sin embargo, incluso en esta historia libresca (ya que se trata de un manuscrito que el cura lee, sin que Don Quijote, que está descansando, asista a la lectura) tiene su profunda pertinencia al poner en juego a “otro” tipo de locura, la de Anselmo, que duda de la fidelidad de su amada y con sus celos construye su propia infelicidad, una locura que por contraposición viene a iluminar a la de Don Quijote, quien en cambio cree realmente en sus ideales y en sus fantasías.

Existe una ulterior y esencial razón de peso en la consideración del Prólogo, los versos preliminares y las historias intercaladas en la novela de Cervantes, y es que son recursos -junto con la polifonía de voces y las “magias parciales” que nos ofrece la segunda parte, cuando sus protagonistas conocen a Don Quijote y a Sancho por haber leído la primera parte- que hacen de la novela de Cervantes una novela moderna, en realidad la novela que inaugura la novela moderna. Es lícito, pues, preguntarse si las buenas intenciones de acercar la obra a un público “escolar”, remitiéndolo a una trama lineal, no implica un crítico empobrecimiento.

Hay, también, una consideración que atañe a la formación del estudiante, o mejor dicho al aprendizaje de una vocación de lector. El esfuerzo que para el no iniciado en las Letras supone el acercamiento a los clásicos antiguos, a Homero, a los trágicos griegos, a la Eneida, a la Divina Comedia o a Shakespeare, ¿no es parte de una educación básica del espíritu? Comprender, avizorar que otro estilo, otro lenguaje, otros comportamientos, otros contextos sociales e históricos no impiden reconocernos y emocionarnos, ¿no es el primer gran misterio del arte, no es la mejor sorpresa que nos depara el arte de los siglos? Ese destello es el impulso no ya a proseguir las dificultades del esfuerzo sino al incremento del placer. El maestro, no la facilidad del texto, es el encargado de impulsar o auxiliar en aquel primer esfuerzo e iluminar y garantizar el premio del posterior placer. Para lo cual, claro, chocolate por la noticia, el maestro debe contar con el muy raro curriculum, no contemplado por el gremio, de haber experimentado el esfuerzo, y saber que el premio es el placer que él mismo siente

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Estampa de Francisco de Goya, que fuera rechazada para la edición del Quijote académico de 1780.