¿Puede definirse el flamenco?

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Inolvidable. La Niña de los Peines, para muchos la mejor “cantaora” de flamenco de la historia, aparece inmortalizada en el bronce.Foto: Wikipedia

 

Antonio Camacho Gómez

Julio Cortázar decía que la poesía nunca pudo ni podrá ser definida. Con el flamenco ocurre otro tanto. Se han dado tantas que ninguna le cuadra exactamente. Voy a dar dos ejemplos. Uno es el de Agustín Sabicas, nacido en Pamplona (Navarra), uno de los grandes innovadores de la guitarra de ese arte, el cual, a los 78 años de edad, puso al público de pie en el Carnegie Hall de Nueva York por sus magníficas interpretaciones, y que influyó en Paco de Lucía, al que le aconsejó que no se dejara gravitar por nadie. Vivió y murió en la ciudad de los rascacielos, aunque hubiese querido pasar sus días en Madrid, cerca de la Plaza Monumental de las Ventas, pues era un apasionado del toreo. Sabicas dice que el flamenco “es algo que nos llega al alma y que nos hace llorar”.

Otro ejemplo es el de Antonio Gala, nacido en La Mancha y criado en la Córdoba hispana, poeta, ensayista, comediógrafo, novelista, autor de “Las afueras de Dios” (novela), “La pasión turca” (novela llevada al cine), “Los verdes campos del Edén” (comedia), entre otras obras. Opina que el flamenco “es un hermoso arte de quejarse”, lo cual es cierto, pero sólo parcialmente, como lo voy a demostrar.

Para mí el flamenco es un sentimiento permanente -a diferencia de otros sentimientos que cambian, como puede verse en la gran cantidad de parejas (casadas o no) que se separan actualmente-, y que se expresa en el cante, el baile y la guitarra. A este instrumento se le han agregado con los años el piano, el bajo eléctrico, el violín, la mandolina (tocada por Paco de Lucía), el udu árabe, el sistar hindú (introducido en España por Paco, así como el cajón peruano) y otros instrumentos.

Según mi forma de ver, el flamenco tiene dos vertientes: una, dramática, jonda (honda, término aceptado por la Real Academia Española de la Lengua), representada por la seguiriya gitana o del sentimiento, que aparece a fines del siglo dieciocho entre las provincias de Cádiz y Sevilla, que contiene para algunos flamencólogos lo más profundo del citado arte; la soleá o soledad, con algo de malagueña y de rondeña, surgida en Cádiz, que pasa por Jerez de la Frontera y se afinca definitivamente en Triana (Sevilla). De ella dice el poeta Bécquer que “es el canto de mi pueblo”; soleá, de la que señalan expertos que posee lo más delicado y fino del flamenco; la caña y el polo, ambos de Ronda, ciudad de las montañas de Málaga; el segundo, según los Machados, creado por un tal Maoliyo y la primera, un tanto monótona, de éxito en la segunda mitad del siglo diecinueve, puesta como modelo en 1930 por el gran guitarrista don Ramón Montoya y cantada por última vez por la Niña de los Peines, la mejor de todos los tiempos, en 1950. Hay más cantes, que sería largo enumerar.

Otra vertiente del flamenco, y de aquí mi discrepancia de (no debe escribirse con, error del periodismo) Antonio Gala, es festiva, bulliciosa, casos de las alegrías, que aparecen en Cádiz en la época de las guerras napoléonicas y en las cortes del lugar. Están también las cordobesas, más melodiosas. Tenemos, asimismo, el fandango, del siglo diecisiete, que se cantaba en todas las fiestas de España, en teatros y plazas, y que se aflamenca en Andalucía.

Es la base de las granadinas, las malagueñas y las rondeñas, siendo los más famosos los de Huelva, aunque están también los de Lucena, Málaga, Granada, etcétera y por otra parte corresponde mencionar el fandanguillo, como el de mi tierra, el de Almería.

Como puede deducirse, el flamenco (Falla decía que era lo nuevo, y lo jondo lo viejo), que aparece a finales del siglo dieciocho en Andalucía y ha sido equiparado al canto de los pájaros, es un arte misterioso, complejo, con múltiples mezclas musicales, reino de eternas disputas, como la filosofía.