editorial

  • El nivel de las pujas que involucran al poder político y a la Justicia adquiere una virulencia y una serie de connotaciones pocas veces vista.

En transición

La puja generada tras el nombramiento de fiscales subrogantes por parte de la procuradora Gils Carbó, llevó al extremo la exposición de un enfrentamiento que atraviesa los tres poderes del Estado, involucra distinto tipo de intereses y proyecta en la ciudadanía una preocupante imagen sobre el funcionamiento de las instituciones republicanas.

La secuencia de decisiones, medidas cautelares, apelaciones y reAario en el que cuestiones ordinariamente confinadas a la burocracia estatal pasan a formar parte de una conflagración pública, cada una de cuyas instancias se apunta como revés o triunfo para alguno de los contendientes, y es consumida y analizada con fruición e incluso enardecimiento.

Las prácticas políticas y gubernamentales, fuertemente marcadas por el personalismo del régimen y el nivel de popularidad de los sucesivos mandatarios, hicieron históricamente que el Congreso oscilase entre el rol de mero convalidador de las disposiciones del Ejecutivo y el de caja de resonancia de críticos y opositores (meramente testimoniales en períodos de apogeo, elocuentes y usualmente definitorias en momentos de declive). En ese marco, y más allá de mayorías automáticas o tironeos partidarios por la composición de la Corte Suprema, el Poder Judicial preservó su tarea de control de constitucionalidad y de resguardo frente a los embates de distinto tipo que pudieran sufrir personas, derechos o instituciones. La trascendencia de esta responsabilidad se impuso inclusive a los fundados cuestionamientos basados en “servilletas”, a las controversias sobre los mecanismos de designación, a la discusión sobre los privilegios personales de que gozan los magistrados y hasta a su accionar en términos de “corporación”.

En ese marco teórico, la “judicialización de la política” siempre fue vista desde los tribunales como un lastre del cual desprenderse, mientras a la vez se montaba una trinchera defensiva contra la “politización de la Justicia”.

Esa lógica, sostenida durante décadas con matices y oscilaciones, fue puesta en crisis en los últimos tiempos. El decidido avance del gobierno nacional para introducir una cuña en el llamado “partido judicial”, a través de los pretendidos proyectos de “democratización”, y la activa militancia de Justicia Legítima, por motivos lícitos o no, permitió sacar a la luz deficiencias ocultas o disimuladas. La contrapartida es que la división generada no en todos los casos responde a enfoques o actitudes en procura de mejorar el servicio, sino a alineamientos de conveniencia, que redunda en la nociva formación de “bandos”.

En tanto, otra novedad es el desfile de funcionarios públicos de primer nivel por los despachos de los jueces mientras todavía están en su cargo; aunque quizá esto no hable tanto de la probidad de los últimos, como del descuido de las formas o la pérdida de poder real de los primeros.

En cualquier caso, se trata de tiempos complejos, cuyo ajetreo se verá redoblado con el final de la feria en el mes de febrero, y al calor de una campaña electoral que se presenta intensa y candente. Pero al final de la cual sobrevendrá seguramente un instante de calma, y la oportunidad de superar críticamente excesos y manipulaciones, para encauzar correcta y calmadamente el curso de los poderes públicos y su rol para con la sociedad.

La “judicialización de la política” siempre fue vista desde los tribunales como un lastre del cual desprenderse, mientras a la vez se montaba una trinchera defensiva contra la “politización de la Justicia”.