Arte y comida

Brueghel, el Viejo, y el “País de Jauja”

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Pieter Brueghel, el Viejo, “País de Jauja” (1567).

 

por GRACIELA AUDERO

El más célebre de los pintores flamencos del siglo XVI, Pieter Brueghel, el Viejo (1525-1569), tituló uno de sus óleos, fechado en 1567, “País de Jauja”, donde tres comilones echados en el suelo duermen el sueño de los justos a la sombra de un árbol, y un cuarto está instalado bajo un cobertizo armado con tortas. Tiras de chorizos forman un cerco; un huevo pasado por agua presenta unas patas que avanzan hacia quien quiera comerlo; un cerdo hecho al horno tienta con sus costillas y jamones a quien quiera servirse; un ave asada sobre bandeja de plata se ofrece a quien quiera trozarla. Un lago de leche y una montaña de masa de panqueque cierran la composición. Se trata de un país feliz donde nadie gana su sustento con el sudor de la frente, ni nadie queda excluido de la vida fácil. Los tres comilones vencidos por la comida y la bebida representan las tres órdenes de la sociedad neofeudal contemporánea del artista: un campesino con su látigo, un clérigo con su libro y un caballero con su lanza. El legendario “País de Jauja” propone una utopía: igualdad social frente al placer alimentario gracias a una naturaleza abundante, que permite a todos abandonarse al ocio y a la gula sin someterse a ninguna regla dietética, moral o religiosa.

Hoy, Jauja es una ciudad de Perú, capital de la provincia homónima, en el departamento de Junín. Pero en 1533, cuando Hernando Pizarro, hermano del conquistador de Perú, Francisco Pizarro, la descubre, era el centro administrativo en el norte del imperio Inca. Y aunque Cuzco y Pachacamac eran más ricas, Jauja, donde Pizarro fecha sus primeras relaciones, se transforma rápidamente en una maravilla áurea para los europeos, a través de la difusión de cartas y mensajes escritos por españoles. El Catay de Marco Polo y las riquezas del gran Khan resultan opacas, comparadas con la plata y el oro pesados por los oficiales de Carlos V en la Casa de Contratación de Sevilla.

Sin embargo, la fama de Jauja proviene menos de los “fabulosos metales” que de su asimilación a un paraíso alimentario, que retoma los rasgos del País de Cucaña italiano, francés y alemán. De manera que la referencia de Brueghel el Viejo a Jauja, se superpone sobre un tema autóctono preexistente.

El “País de Cucaña” es un mito paneuropeo, probablemente preindoeuropeo, que dentro o al margen del cristianismo, a veces en contradicción con él, funciona de manera autónoma en la cultura erudita: Edén de la Biblia, Cuerno de la Abundancia, Edad de Oro de la Antigüedad greco-romana... Es una historia de contaminaciones imaginarias y míticas entre las culturas -afirman los historiadores-, que permite señalar analogías sorprendentes entre Jauja o Cucaña y el mito guaraní de la “Tierra sin mal”. Sin dudas, en el contexto histórico de la conquista de América por España, el vocablo “Cucaña” se sustituye por el de “Jauja”, provocando el resurgimiento de antiguas leyendas revivificadas por nuevas esperanzas: el Dorado, el Buen Salvaje, las Amazonas y otras.

Pero en el siglo XVII, conscientes de su decadencia, los españoles empiezan a cambiar las versiones de Jauja o Cucaña. Los paraísos del ocio y la glotonería pasan a simbolizar la engañosa prosperidad de España fundada en la ilusión neofeudal de haber encontrado en América un espacio de expansión y rapiña. Sueño colectivo, culto y popular, aristocrático y plebeyo -dice Francois Delpech- que expresa las contradicciones de un pueblo convencido de que los metales americanos asegurarían su bienestar económico, sin adaptarse al sistema de trabajo capitalista ni aceptar los valores burgueses, que excluyen las facilidades preconizadas por el mito de Jauja. La realidad niega el mito fijando conceptos -imágenes de deseo y de mentira, de búsqueda gratificante y de desmitificación.

En toda Europa, óleos, grabados, litografías, mapas satíricos, fábulas, canciones, obras de teatro permiten saborear las descripciones de Jauja o Cucaña. En cambio, en España, y sobre todo en el terreno literario, el mito de Jauja no sólo connota felicidad epicúrea y vida fácil, sino también burla y escarmiento como tópico compensatorio al desengaño del proyecto colonial.

Ya en 1547, el dramaturgo español Lope de Rueda (1505-1565) es el primero en referirse a la ciudad peruana y, también, al engaño en el entremés “La tierra de Jauja”: dos ladrones roban la comida a un tonto, mientras lo distraen con el “cuento” de Jauja, donde hay un río de miel y otro de leche, y entre río y río, un puente de mantequilla encadenado con requesones; árboles cuyos troncos son de tocino y sus frutos, buñuelos; las calles están empedradas con yemas de huevo, y entre yema y yema, hay un pastel con lonjas de tocino; asadores de trescientos pasos de largo con muchas gallinas y capones, perdices, conejos y francolines. Y junto a cada ave, un cuchillo que dice: “¡Engullime, engullime!”. Muchos dulces y conservas de calabaza y cidra, confites, grageas, mazapanes y muchas vasijas de vino que dicen: “¡Bebeme, comeme! ¡Bebeme, comeme!”. Y azotan a los hombres que trabajan.

El tema iconográfico y literario de Jauja-Cucaña o Cucaña-Jauja como paraíso de glotones alcanza su apogeo en el siglo XVI, reactivado por los relatos sobre el Nuevo Mundo. Según el historiador Jean Delumeau había 12 variantes en Francia, 22 en Alemania, 33 en Italia y en Flandes 40, que son las que inspiraron a Brueghel el Viejo.