Igualdad

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“La comida frugal”, grabado de Pablo Picasso.

 

Por Carlos Catania

No ha pasado tanto tiempo desde que los hombres gritaron a los cuatro vientos tres palabras persuasivas: libertad, igualdad, fraternidad. Tales términos, quizás al presente despojados de su primigenia semántica, han deambulado de aquí para allá amoldándose a circunstancias políticas y padeciendo la anemia de la costumbre. Desde luego, ha sido igualdad la que pronto ha caído en la abstracción, es decir en el olvido. Si repentinamente se exhuma, es necesario aclarar.

Entonces uno se pregunta: ¿Igualdad en qué sentido? ¿Significa tener las mismas opciones y la posibilidad de concretar la elección? ¿O alude al equitativo reparto de la riqueza? ¿Quizás se atiene a derechos y obligaciones? Etcétera. Lo cierto es que no se puede separar de su antípoda: desigualdad. Y lo primero que vislumbramos es la abismal desigualdad entre riqueza y pobreza.

Resulta curioso el criterio de tanta gente que atribuye la pobreza, la miseria, el hambre, a la ociosidad de quienes padecen tales desventuras. He oído decir a menudo a personas de edad avanzada: “Esos negros son unos vagos, cualquier cosa menos trabajar” y otros gargarismos por el estilo, con los que se pretende definir (ay) la etiología de la pobreza.

Semejantes expresiones revelan una mentalidad resentida, a la defensiva y discriminatoria. Cuesta tan poco la ilusión de situarse en un plano “superior”, intocable, desde donde semejantes dictámenes, en pleno siglo XXI, adquieren el sonido de un rebuzno, por lo general emitido por aquéllos a quienes la existencia no les ha enseñado nada.

Desde tiempos inmemoriales este perfil, esta situación desdichada del ser humano, ha sido materia de examen y discusión. Particularmente, ignoro rudimentos antropológicos profundos y no estoy seguro de “interpretar” consideraciones marxistas y de otros encumbrados ensayistas. Siento, eso sí, llamamientos históricos que anuncian cada siglo un error consecuente. Muros infranqueables impiden que el humanismo sea algo más que una palabra en boca de personajes establecidos en una sociedad opulenta. Mi malestar es el que acosa a mucha gente que desea ver claro dentro de un sistema que oscurece modestas verdades. Una de ellas sería la de hallar el punto clave donde el error comienza a ejercer su dominio, tarea condenada al fracaso: ¿es compatible estar en el mundo para algo y, no obstante, ser un fracaso? Éste es el fundamento del error.

Hablar en el presente de estas cosas que son viejas, ¿no es caer en bizantinismos? Puede ser. Hay que andar con cuidado, pues en ocasiones inventamos lo que somos y pensamos ser mucho más que eso. El mundo está poblado de imágenes idealizadas. Es más importante lo que creen de nosotros que lo que somos. A menudo son las imágenes que ofrecemos las que establecen contacto. Diálogos de niebla, emanaciones de amor. Y hablar de pobreza y marginalidad puede llevar a actitudes espurias. Cuando veo a una persona poner cara bondadosa ante gente humilde (cara comprensiva), tratándola amablemente y falsamente, inclinándose, simulando encantamiento por lo que el pobre dice; cuando veo a una señora opinar con simpatía sobre su sirvienta, endilgándole virtudes como si fuera un juguetito con posibilidades; cuando observo el temor rastrero de la otra parte, obligarse a la obsecuencia ante quienes no soporta pero necesita, procurando el acomodo de su pensamiento según la tendencia del “superior” haciendo lo posible para que éste advierta que está de acuerdo..., percibo la inmundicia del alma humana, su infección y su muerte.

Por otra parte, cuando me pregunto por qué tantos niños en el mundo mueren de desnutrición y descubro a seres humanos introducir sus manos ávidamente en una bolsa de desperdicios, el silencio del universo me indica que no hay respuestas inmediatas. Reconozco que la vergüenza que me invade es un lujo que pueden darse los que comen todos los días y duermen bajo techo. El lujo de sentir pasajeras misericordias y acunarse con buenos sentimientos en lo alto de la pirámide. Nada más. Este tipo subalterno de piedad suele extinguirse al amanecer.

Quedan resabios que al día siguiente inducen a entregar una moneda al necesitado, regalarle un sándwich o ropa que ya no usamos. ¡Buena manera de cepillar la conciencia! Recuerdo a Zaratustra bajando de la montaña y tropezar con el anciano de cabellos blancos. Cuando Zaratustra le informa que trae un presente para los hombres, el anciano le aconseja que no lo haga: “Si quieres no les des más que una limosna, y espera a que te la pidan”. Y Zaratustra responde: “Yo no doy limosnas. No soy lo bastante pobre para eso”. Sin comentarios.

Pero empacharse de vergüenza no es un mérito. En todo caso, es el castigo que padecen los que no son indiferentes. Asimismo, no se descarta que la vergüenza sirva de trampolín para brincar hacia otros aspectos del desbarajuste humano y, frente a ellos, ofrecer resistencia y una rebeldía que empata con los principios camusinos expuestos con anterioridad. Todo lo cual suena a moralina cuando en realidad es profundo odio a lo que somos, a lo que esperamos de este universo maltratado . Pienso en los millones de hombres asesinados en el siglo XX, en la pobreza que aún azota y en la corrupción triunfante, enfrentados a los logros de la ciencia y la tecnología (esta última siempre en entredicho) y, de este choque, que es un absurdo de la idiotez y mendacidad, infiero que transitamos el fin de una civilización. De aquí en adelante puede pasar cualquier cosa. Mientras tanto, imaginemos que la vergüenza sirve para algo. Después veremos.

(Fragmento de “Principios nocturnos”)