La puerta al Sahara marroquí

La puerta al  Sahara marroquí

Los guías visten sus ropajes tradicionales, con túnicas y turbantes que protegen el cuerpo de los rayos ultravioletas.

La experiencia en el desierto Sahara marroquí: una inmensidad abrumadora donde el sol y la arena lo abarcan todo. La zona “muerta” del mapa africano. Un lugar mítico y lleno de historia.

TEXTOS Y FOTOS. JUAN IGNACIO INCARDONA ([email protected]).

 

No es fácil acceder al Sahara sin dinero, resulta inevitable invertir en una excursión. En las principales ciudades marroquíes ofrecen tours con traslados, guías y todo lo necesario para pasar una o varias noches en pleno desierto, por la “módica” suma de 60 euros.

Uno de los caminos alternativos para el viajero es llegar hasta Merzouga, uno de los últimos pueblos que figura en el mapa hacia el este en la zona central del país. Casi en la frontera con Argelia.

Primero se debe atravesar Ouarzazate, más al sur de Marrakech y otras ciudades como Rabat y Casablanca. Desde allí, por 50 dírhams, un colectivo público hasta Tinghir, un pequeño poblado que vive de la ruta. El transporte público no brinda el confort de las grandes compañías como Supratour, y demoran el doble para llegar a cualquier lugar. A pesar de ser un medio económico, los marroquíes suelen advertir al extranjero, al que le piden hasta 10 dírhams (1 euro aproximadamente) por guardar la mochila en la bodega del micro.

El transporte público traslada a mujeres con sus hijos amarrados con telas y lonas a sus espaldas. A los hombres con turbantes y mercaderías pesadas. El viaje es constantemente interrumpido: primero en las paradas de todos los pueblos. Mientras que los pasajeros golpean el techo o aplauden en los lugares donde se quieren bajar. El chofer, detiene sin inconveniente el viejo y pesado colectivo en el medio de la ruta de un solo carril.

Una vez en Tinghir hay que dirigirse a Arfoud. Queda a unos 150 kilómetros, pero es imposible calcular el tiempo de demora ante las recurrentes paradas y porque el camino, ya no es de los principales. La ruta es vieja y no tiene banquinas. El pasaje cuesta 30 dírhmas (menos de 3 euros).

Aparecen los primeros “guías” y los “buscas” que quieren vender el mejor y más barato tour por el desierto. También ofrecen alojamiento, compras en sus locales o comidas en sus restaurantes. Capitalismo y marketing del tercer mundo. Todo suena conocido para un “sudaca”.

Desde Arfoud hay trafics que recorren los casi 20 kilómetros que hay hasta Rissani, la última ciudad de consideración antes de Merzouga. Unos 6 dírhams cuesta el viaje más alguna propina. En el pequeño vehículo entra una veintena de personas apretadas, en los bancos de madera implantados que no dejan lugar para las piernas.

Una vez en Rissani, la única opción hasta Merzouga es un taxi compartido. Por 15 dírhams llega al centro del pueblo. Eso sí, hay que esperar que se junten los seis pasajeros que entran en los Mercedes Benz de los ‘80, destartalados.

Viajar desde Tinghir hasta Merzouga, cuesta unos 60 dírhmas de forma individual, mientras que en Supratour cuesta 125 dírhmas. En Merzouga hay que escuchar ofertas. Es un pueblo que vive del turismo, emplazado en una zona semidesértica. Una noche en el desierto puede costar 300 dírhams, incluye una caminata en camello, guía, cena y una carpa tipo tienda donde dormir.

EL PORTAL DEL DESIERTO

Las casas son bajas, construidas con un material similar al adobe. Las calles son de tierra y arena, a excepción de la ruta principal de acceso al pueblo y la calle principal. Hay almacenes y cuatro o cinco comedores. En los corrales hay burros y camellos.

En los inclementes veranos las temperaturas rondan los 40 y 50 grados-, el barro y la paja con lo que están construidas las casas, hace que la temperatura en el interior sea ideal. En el invierno son cálidas ya que por las noches hace frío. No llueve casi nunca por allí, una vez al año quizá.

El sol del mediodía es dañino, siempre lastima. Los habitantes de la zona viven tapados con telas, túnicas y turbantes. Cualquier cosa sirve para protegerse de los inescrupulosos rayos. No usan lentes de sol, por lo que la mayoría de los habitantes tienen los ojos rasgados, con las “patas de gallo” bien marcadas. Es imposible no fruncir el ceño, la luz solar es fuego que encandila. Pero el calor no es tan intenso, es seco, como el ambiente.

Por las tardes los niños juegan en las polvorientas calles ante la mirada de sus madres. Patean alguna pelota, saltan la cuerda, o andan en pequeños triciclos de plástico revolcándose por alguna loma pequeña de las desniveladas calles que parecen todas iguales, tranquilas e impasibles. De no ser por la energía de los chiquilines, el ambiente no tendría movimiento alguno, más que el polvo y la arena removida por el viento.

La vida parece un esquema inquebrantable, como el escenario. Todo está estrechamente vinculado con el contexto. Las señoras mayores recogen de los pocos cultivos de dátiles que crecen gracias a los sistemas de riego y alimentan a los animales que resisten estas condiciones climáticas, mientras que las madres se encargan de la cocina y los niños. Las más jovencitas ayudan con todo. Los hombres andan a la caza de turistas o en sus oficios de pueblo, como pequeños talleres de motos o almacenes con pocas variantes de productos comestibles.

El sedentarismo se apoderó de la cotidianeidad. Aunque los ancestros de ese suelos inclemente, que puede secar y aniquilar un cuerpo humano en cuestión de horas, eran nómades. Los beduinos y bereberes que no tenían más fronteras que las impuestas por el cielo, surcaban el desierto en nutridas caravanas siguiendo las escasas lluvias. Buscaban pasto para criar animales, de los que obtenían la leche y la carne. Los dromedarios, conocidos por estas latitudes como camellos, son los fieles habitantes de estas tierras. Trasladan con paso cansino, un lento corcoveo.

El Sahara es un enorme territorio despoblado, inhóspito, lleno de historias y mitos, de dunas y sol. A los pocos minutos de caminata se dejan de ver cultivos y árboles. El color amarillento de las dunas va tomando predominio por sobre el verde y el grisáceo del suelo rocoso.

El terreno es irregular. Los camellos siguen al pie de la letra al guía que los lleva atados de las narices y bocas; son animales mansos, como todos los de carga. Sólo lanzan algún quejido, expulsan una baba blancuzca y trastabillan un poco en alguna pendiente, pero nunca pierden el equilibrio.

Al rato del paseo la columna y las piernas piden un descanso, pero los camellos siguen zarandeándose. En uno de los oasis artificiales un conjunto de arbustos con carpas de caña y frazadas en los techos, que sirven para dormir y un pozo de donde obtienen agua-, tras la orden del guía los camellos se sientan doblando sus patas. Así permanecerán hasta el día siguiente.

El desierto resulta imponente. A pesar de no llegar al corazón del territorio de dunas y sol, recorrer el borde es suficiente muestra para dimensionar su magnitud y vastedad. El terreno arenoso, de continuos e interminables desniveles, cansa la vista de sólo intentar llegar al horizonte. La inmensidad provoca una sensación de pequeñez e insignificancia que moviliza y atemoriza. Ese es su Poder. El desierto puede devorar en cuestión de horas.

UN ESPECTÁCULO NATURAL

El atardecer es el primer gran espectáculo natural que regala el paseo. La arena amarillenta, dorada, poco a poco va tomando un tono rosa claro. Las sombras de las dunas más altas avanzan rápido, tapando las más pequeñas. El sol se esconde de forma precipitada, detrás de una cordillera lejana, dejando una franja de luz sobre ella por unos instantes más.

Las estrellas empiezan a aparecer. La luna menguante, hace rato que está apostada en el medio del cielo. Poco a poco la arena rosada se va apagando por completo. Se enfría como el aire. El ruido del silencio sólo es interrumpido por el último llamado a la oración del día.

De golpe, todo queda quieto, estático. Excepto la luna, que ilumina los pasos pero que empieza a seguir al sol rumbo oeste y a esconderse detrás de las dunas. Es una “puesta de luna”, el mundo parece girar más rápido allí.

Las estrellas en toda su plenitud se despliegan por el cielo. Lo cubren todo. Tocan el suelo, se vienen encima. Un techo fascinante para cobijar el sueño. Abrir los ojos a mitad de la noche y ver este mundo estrellado no tiene muchos parangones.

Las estrellas fugaces aportan romanticismo y espectacularidad a la escena. Algunas parecen caerse, otras van hacia los costados. Es hermoso, pero son estrellas muriendo, por lo que cada vez hay menos en el cuadro. ¿Se acabarán algún día?

De a poco empiezan a borrarse y el sol anuncia su aparición. El cielo se aclara. Empiezan a identificar las huellas de camellos, de humanos y de aves por las dunas, que vuelven a tomar sus formas desparejas y su color habitual; vuelve la vida tangible y visible.

Una capa de luz amarillenta por el este indica que por allí reaparecerá, como todos los días, el dios de los Incas. El espectáculo dura poco, porque el sol en el Sahara se despierta con fuerza. Rápidamente se eleva para dar su luz y calor. Los tonos son sutiles al principio, las dunas parecen montañas de oro en polvo. Las sombras alargadas se van acortando y la claridad se apodera de la escena una vez más.

La caminata de vuelta con este colorido amanecer es otra obra de la naturaleza, una más. De esas que se repiten a diario y no dejan de fascinar. En la lejanía, en la nada, en el silencio, en la inmensidad del desierto, el espectáculo tiene otro color y se deja apreciar de otro modo.

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La inmensidad del Sahara y la pequeñez del hombre. Un espacio lleno de historia, mitos y desolación.

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Los dromedarios, similares a los camellos; uno de los pocos animales capaces de resistir el inescrupuloso sol del Sahara.

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Amanecer en el Sahara, uno de esos espectáculos cautivantes, que cobran mayor espectacularidad ante tanta desolación.