“LA ROSA PÚRPURA DEL CAIRO”

La ficción liberadora

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Mia Farrow y Jeff Daniels son los protagonistas de una película pequeña pero que sobrevive como una de las más entrañables producciones de los ‘80. Foto: Orion Pictures

 

Juan Ignacio Novak

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“Conocí un hombre maravilloso. Es imaginario, pero ¿qué importa? No se puede tener todo”. Esa frase es la que mejor funciona como síntesis de “La Rosa Púrpura del Cairo” que se estrenó el 1º de marzo de 1985, hace 30 años, escrita y dirigida por Woody Allen. No están los típicos personajes neuróticos, parte del sello de autor (de hecho, Woody no actúa) pero podría considerarse la mayor declaración de amor al cine de un hombre que tanta genialidad le aportó.

Una conmovedora Mia Farrow interpreta a Cecilia, frágil camarera que debe sostener un matrimonio fracasado y una existencia gris en la Gran Depresión, en los Estados Unidos de los 30. Cada noche va al cine, su única evasión. Prefiere las películas sofisticadas de amor y aventuras. Tras ver varias veces una, “La rosa púrpura del Cairo”, el protagonista, Tom Baxter (Jeff Daniels) atraviesa la pantalla para conocerla. El romance no prospera, pero Cecilia, en un final antológico, recupera la sonrisa despojada gracias a la magia danzante de Fred Astaire y Ginger Rogers.

La película es sentimental, nostálgica y contiene secuencias brillantes como aquella en la que Cecilia ingresa en la película y participa de esas fiestas glamorosas que antes sólo veía desde la butaca. O esa otra en la que Baxter se encuentra con el actor que lo interpreta. Además, como todo trabajo de Allen, rebosa de inspirado y agridulce humor, contiene reflexiones sobre el arte del cine y una mullida crítica al cinismo de los productores. A los protagonistas se suman Danny Aiello en el papel del violento esposo de Cecilia y Dianne Wiest como prostituta enamoradiza.

Tesis

El inicio, hace una semana, de la ceremonia de entrega del Oscar desarrolló una idea similar a la de “La rosa púrpura del Cairo”: Neil Patrick Harris, el presentador, recorría en una lograda coreografía grandes películas, desde “El graduado” hasta “El mago de Oz”. Un alarde de efectos visuales, es cierto, pero que tras su manto de espectacularidad escondía el sueño de todo cinéfilo, aquello que sostenía Italo Calvino en su “Autobiografía de un espectador”, cuando alababa el rol del cine en su evolución vital. O aquella certeza de Mario Vargas Llosa de que muchos personajes ficticios habían sido para él más significativos que otros tantos de carne y hueso. Y ratifica, en definitiva, la premisa “alleniana” de que la ficción puede ser liberadora.