Crónica política

No se olviden de Nisman

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Las marchas en homenaje a Nisman fueron también una defensa de los Derechos Humanos y de la patria grande que nos legaron nuestros héroes, un reclamo de Justicia y contra todo tipo de impunidad delictiva. Foto: DyN

 

Por Rogelio Alaniz

“No se olviden de Nisman”. Convendría tener presente esta consigna, no por su originalidad sino por su vigencia. En el mundo que vivimos las noticias se comen unas a otras y lo que parecía trágico se hunde en el olvido o en un recuerdo blando tan aséptico como estéril. No nos dejemos arrastrar por la inercia de la resignación o el conformismo. Un fiscal de la Nación fue asesinado y el poder está comprometido en el crimen. ¿Qué más hay que esperar para reclamar justicia y resistir la estrategia deliberada del olvido practicada por la Señora y sus epígonos?

Es verdad que el mundo sigue andando y que hasta el asesinato de un fiscal se disuelve en las polvaredas del pasado, pero a poco más de un mes del crimen no debemos permitirnos caer en la trampa del olvido. Que los fiscales acusen y los jueces juzguen, pero que la opinión pública se mantenga alerta, porque no podemos darnos el lujo de que este crimen hediondo y perverso quede impune.

Repasemos los hechos para mantener intacta nuestra indignación. El fiscal fue asesinado veinticuatro horas antes de presentarse a declarar en el Congreso donde el oficialismo había prometido recibirlo con los botines de punta. Antes de su muerte fue amenazado él, su familia y sus amigos. En particular, él fue amenazado por su condición de fiscal y de judío. Los fascistas que medran en los sótanos del poder oficial no se iban a perder esa ganga, esa oportunidad irrepetible de hacer un doblete con el fiscal molesto y el judío “piojoso”, como lo calificaron en uno de los tantos anónimos que recibió en las ultimas semanas.

En el programa de televisión al que asistió tres días antes de su muerte, Nisman dedicó un tramo importante de su intervención para criticar a los servicios de inteligencia que trabajaban para los enemigos de la Nación, que le brindaban informaciones a quienes dinamitaron la Amia. Nisman no lo dice por prudencia profesional pero lo digo yo: quienes se comportan de esta manera, quienes brindan informaciones secretas a los asesinos de argentinos, los que acuerdan con los criminales islámicos para asegurar su impunidad, merecen ser calificados de infames traidores a la patria.

A Nisman lo mataron, después lo ningunearon, más adelante lo infamaron y ahora pretenden enterrarlo en el olvido. Ni pésames, ni condolencias, ni consuelos. El culpable de su muerte es él mismo. La estrategia es tan clara como sucia. Se trata de arribar a un punto muerto: Nisman ni se suicidó ni lo mataron. Que cada uno crea lo que mejor le parezca y colorín colorado este cuento ha terminado.

Por supuesto que a esa situación no se llega de casualidad. Se trabajó duro y parejo para borrar pruebas y ensuciar la cancha. Una vez cumplida esa faena, le toca el turno a los serviles y alcahuetes del poder, quienes con rostro compungido aseguran que no hay pruebas para probar nada. Nisman pudo haberse suicidado o pudo haber sido asesinado. Lo mismo da. Nadie puede probar una cosa o la otra porque los caballeros se ocuparon de borrar todas las pruebas.

Sin embargo, a pesar de tantos embrollos, de tantas canalladas, la opinión pública sigue creyendo que al fiscal lo mataron y que a los responsables de esa muerte hay que buscarlos entre quienes iban a ser denunciados. Elemental Watson. No importa el rumbo que tome la causa, el tamaño del expediente que dormirá el sueño de los justos en el sótano de algún juzgado; no importa ninguna de las triquiñuelas practicadas desde el poder, porque más allá de maniobras y chapucerías lo cierto es que para la inmensa mayoría de la sociedad está claro que a Nisman lo mataron ellos.

Las multitudes que salieron a la calle el 18 de febrero son, en ese sentido, la reserva democrática más consistente de esta Argentina que no quiere ser como Venezuela ni está dispuesta a soportar las monótonas y viscosas peroratas de los déspotas que hoy se valen de la cadena nacional como antes se valían del balcón para engañar y estupidizar a las masas con su retórica hueca e inflamada.

Esos cientos de miles de ciudadanos que en la soledad de sus conciencias decidieron asistir a una marcha para defender aquellos valores sin los cuales la vida no tiene sentido. Esos ciudadanos transformados en multitudes que no necesitaron para asistir a la cita que les dictaba el honor ni del choripán, ni del vino barato, ni del chantaje del plan social, sino que fueron porque así lo decidieron, con absoluta libertad y criterio. Salieron a la calle para honrar al muerto, pero también para repudiar a un gobierno y a una titular insensible, irresponsable e impiadosa cuyas explicaciones acerca de la muerte del fiscal han sido contradictorias, absurdas y provocativas.

Son las clases medias, resoplan los populistas de turno, la mayoría de ellos integrantes crónicos de esas clases medias que dicen detestar. Son la clases medias, repiten como si hubieran descubierto la pólvora. No se equivocan. Por supuesto que son nuestras clases medias y en buena hora que así sea. Hablo de esas clases medias que sobreviven a las arremetidas del neoliberalismo menemista y del populismo demagógico cuya utopía feliz es una nación transformada en una suerte de campamento de refugiados trajinando en un paisaje de ciudades en ruinas y campos devastados. Buenos Aires, Rosario, Córdoba, La PLata, Santa Fe, Mendoza convertidas en una Caracas fantasmal o una Habana cadavérica. ¿Exagero? Me quedo corto. He leído poemas y ensayos de los muchachos de Carta Abierta ponderando las villas miserias de Caracas o las ruinas de la Habana Vieja. Lo he escuchado a un periodista deportivo uruguayo exaltando desde su piso de avenida Libertador la felicidad existente en las villas; y hemos contemplado a un legislador proponiendo el Día del Villero. Misión cumplida. En la utopía no hay lugar para las clases medias, tampoco derechos humanos, mucho menos libertades. El paraíso populista en su expresión más genuina y silvestre.

Sí, señor, fueron las clases medias las que salieron a la calle. Y lo hicieron porque cada uno de los participantes posee la certeza de que Nisman fue asesinado por el poder. ¿O alguien cree que si efectivamente Nisman se hubiera suicidado las multitudes habrían salido a las calles?

Por supuesto que una movilización de esa envergadura es política, porque toda manifestación pública lo es, sobre todo cuando defiende el derecho a la vida y las libertades, es decir los Derechos Humanos. ¿O de qué otra manera merece ser calificada una manifestación que tiene como objetivo cuestionar un poder sospechado de haber perpetrado un crimen? ¿O hemos olvidado que los Derechos Humanos como institución política se constituyen para defender a los ciudadanos de los atropellos del poder? ¿O es que el hábito de contemplar a quienes alguna vez dijeron defender los Derechos Humanos transformados en funcionarios de un Estado proclive a practicar el terrorismo de Estado, nos ha hecho perder de vista que los Derechos Humanos se defienden en el llano, en la sociedad, en la calle y en contra de los excesos del poder? Conclusión: se salió a la calle para sostener la vigencia de los Derechos Humanos, mientras que lo burócratas de estas instituciones que han hecho de los Derechos Humanos una renta por parte de quienes han hallado en este oficio una coartada para asegurarse un buen pasar económico estuvieron ausentes en la marcha cuyo objeto central era la causa de los Derechos Humanos en la que ellos alguna vez creyeron.

¿Debería haber asistido la presidente y sus ministros? De hecho no lo hicieron. Y lo bien que hicieron. Después de las barbaridades y groserías que dijeron contra Nisman, después de proclamar la alegría en medio del dolor y el miedo, después de que la viuda triste decide transformarse en viuda alegre, no era posible, ni siquiera desplegando el abundante cinismo que los caracteriza.

Por otra parte, una elemental noción de sentido común nos dice que en las marchas que se organizan para protestar contra un crimen cometido desde el Estado, no está bien que los sospechosos -y en algunos casos los responsables de esa muerte- se hagan presentes.

Como se dice en este caso, cada uno en su lugar: el pueblo en la calle, el gobierno refugiado en los recovecos del poder.