No sancionar a los niños

Por Osvaldo Agustín Marcón

“No sancionen penalmente a los niños”. El pedido fue realizado en octubre pasado por el máximo líder mundial de la Iglesia Católica frente a una delegación de la Asociación Internacional de Derecho Penal. Esta expresión del Papa Francisco promueve distintas consideraciones de las aquí solamente señalaremos dos. La primera sirve para enmarcar la población-objetivo involucrada con lo cual, si tomamos la Convención Internacional de los Derechos del Niño se trata, en principio, de la que contiene a ciudadanos y ciudadanas menores a 18 años. Luego, por debajo de esta edad, esa población varía según legislaciones locales. No es necesario precisar que, además, se trata de los sectores socialmente excluidos pues los sistemas penales, en especial en su función de prisionización, no son igualitarios. En líneas generales, son los pobres quienes pueblan las cárceles latinoamericanas; son los negros quienes predominan en las norteamericanas y, en las cárceles europeas, son mayoría los inmigrantes.

La segunda consideración que suscita la demanda papal va más a fondo. Ella estimula la pregunta referida a cuáles de todas las operaciones judiciales posibles tienen efectos subjetivamente sancionatorios y provocan los efectos indeseados propios de todo castigo. Recordemos, como se ha planteado en más de una ocasión, que nunca la sanción promueve el desarrollo de sujetos razonablemente autónomos y por ende genuinamente responsables. Según ya clásicos desarrollos de -como mínimo- la psicología genética, con la sanción siempre se obtienen alguno de estos tres resultados: la sumisión acrítica, el cálculo de riesgos o la rebeldía lisa y llana. Con matices, esta posición ha sido desarrollada también por otras corrientes de pensamiento, por caso el Interaccionismo Simbólico.

Retomando la pregunta referida a cuáles son las operaciones procesales-judiciales que provocan dolor, un supuesto muy difundido es aquel según el cual en estos escenarios el castigo se produciría casi al final del proceso o en alguno de sus momentos decisivos, es decir en el momento de la sentencia final (o decisiones no definitivas pero taxativas). Sin embargo, y aunque en grados variables, no es difícil advertir que el sufrimiento -y sus efectos- comienza desde el primer momento en que el proceder estatal blande su amenaza sancionatoria. Al respecto, ya el genial escritor Franz Kafka, en El Proceso (1925), ponía esta cuestión en boca uno de sus personajes centrales -un sacerdote- cuando decía que “la sentencia no se dicta de una sola vez, viene lentamente”. Los alcances de esta central y decisiva cuestión pueden entenderse mejor a través de distintas analogías no estrictamente penales. Así por ejemplo, en el escenario laboral estatal, la sola amenaza de “sumariar” a un agente ya opera como fuente de dolor. Para cualquier empleado “estar sumariado” (investigado ante el supuesto de alguna falta sancionable) ya implica un daño bastante independiente del resultado final del camino que debe recorrer todo sumario.

En los escenarios judiciales, más todavía en los que involucran a niños, lo sancionatorio está transversalmente presente, de principio a fin y no solamente al momento de la sentencia que dicta un juez. Todas las operaciones judiciales (materiales y simbólicas) remiten a la existencia de un poder que, en distintos grados, reprocha por medio de la administración del dolor. Entonces, sancionar penalmente a los niños no es solamente dictar sentencias sobre ellos sino someterlos a que recorran ese camino. Y lo que es peor, parafraseando a Zaffaroni, es que ello los confirma en esa posición subjetiva de transgresores a la norma penal. Por ello, es razonable inferir que la alusión papal va más allá de la sentencia penal final, involucrando de manera mucho más amplia los dispositivos que el Estado utiliza para reaccionar frente a las situaciones de conflicto penal que involucran a niños.

Para cerrar, insistimos en algo: no se trata de no asumir responsabilidades por obediencia ante una imposición externa. Y sí, en cambio, de evitar que ese hacerse-cargo sea un temeroso acto individual. Es indispensable la construcción por convicción, más trabajosa pero única fuente de legitimidad.

No se trata de no asumir responsabilidades por obediencia ante una imposición externa, sino de evitar que ese hacerse-cargo sea un temeroso acto individual. Es indispensable la construcción por convicción, más trabajosa pero única fuente de legitimidad.