OCIO TRABAJADO

Poéticas del regreso

Poéticas del regreso

Instalación del artista italiano Michelangelo Pistoletto.

Foto: Archivo El Litoral

Estanislao Giménez Corte

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“Parte y vive o quédate y muere”

Shakespeare, “Romeo y Julieta”

“Partir es morir un poco”

Edmond Haraucourt, poema homónimo

I

Tanto es así que yo, persona, interlocutor ocasional y futuro cronista, me vi de pronto interpelado, impulsado a pensar y, emocionado, a escribir sobre lo que me dijeron noche tras noche y día a día. Esa noticia alcanzada con un resto de aire y pronunciada con el aliento desvanecido del que atraviesa el desierto: sí, volvemos. Así yo, testigo, me vi conminado a decir esto que exageradamente podemos llamar las “diásporas invisibles” de muchos y, más aún, a observar su reverso. El silencioso retorno al país de gentes de toda edad, de todo pelaje, de toda profesión (y de ausencia de tal) que desandan el trayecto de ayer con los brazos prestos de ahora y el ánimo insuflado de lo que viene. Como quien recupera su aura, dejada atrás, en espera. Como si una marea bella de inmensurables personas, munidas de sus bártulos, de sus niños, de un puñado de ideas exportadas y otras extraviadas en otros hemisferios, decidieran -casi al unísono pero accidentalmente- volver. Como si, más allá de las condiciones exteriores y objetivas, y de lo que se pudiese ganar allá pecuniariamente y perder emocionalmente, esta patria, esta misma pampa, este litoral, abriera sus fauces para llamarlos, para atraerlos, al modo de un torrente magnético al que, como dijera Lucio Arce, “siempre estamos volviendo”.

II

Algunos obsesos quieren ver en esto sólo causas de ciclos políticos de coyuntura. Yo veo otra cosa. Veo una fuerza extraordinariamente superior. Veo una necesidad que brota en las personas a manos llenas, que sale de los poros de la piel y la cubre con cierta sensibilidad del sitio al que uno pertenece; que se impregna bien dentro del ánimo como recordar el primer amor; que está en los mismos huesos, sean o no mejores las condiciones “objetivas”, porque lo que se busca y lo que se obtiene no puede medirse ni calcularse y no depende de ecuaciones. Que sólo puede sentirse en cosas inmensas pero silenciadas, como tener a quién llamar una noche de fiera soledad o con quién caminar en una vereda ancha o a quién escuchar más allá de los límites del departamento.

Así yo, ya con los modos del cronista, experimenté esos relatos dispersos de argentinos como un mismo murmullo en una misma nota y los agrupé en mi ánimo como a una misma cosa. Me dije: son los que han decidido ya cumplido el capricho del nómada; ya escrita e impresa la travesía; ya llegado el fin de la epopeya. Son los que ingresan al cuerpo la última bocanada del frío del norte y dejan que se complete, ahora sí, el círculo, cuya forma anterior se abría con la partida, y luego con la consecuente observación desde la lejanía, y luego con el retorno a modo de epílogo del que “errante en las sombras”, vuelve.

III

La imaginería del viaje es, podría decirse, el nudo de incontables narraciones. Pero lo es más todavía el regreso o su imposibilidad. Desde siempre, las historias describen y señalan ya al que atraviesa los continentes, ya al que se interna hacia sus adentros. Las novelas de aventuras y la literatura psicológica, cada una con sus procedimientos y obsesiones, cuentan algo parecido: alguien sale a ver, alguien entra a ver; alguien parte, alguien se sumerge, y de allí una metamorfosis. En casi todos los casos la experiencia trae consigo un descubrimiento. Del “Éxodo” y la leyenda del hijo pródigo en la Biblia a las peripecias de Ulises, tantísimas obras cuentan no otra cosa sino una parábola del que parte y del que, transformado, vuelve. Allí, están, en el cambalache antojadizo del recuerdo, el Le Pera que adivina el parpadeo; el Baudelaire para quien “la patria es la infancia”; el Joseph K. que quiere volver a su vida de antes; el fugitivo que, en la isla, quiere recuperar el amor de Faustine; el Ferdinand de Céline que va al África y luego a Estados Unidos para regresar, hastiado, a Francia.

El viaje puede ser físico o existencial -ambas categorías pueden ir juntas, claro- pero en todo caso uno y otro suponen una búsqueda. Los héroes de las novelas y las personas físicas que vemos doblar la esquina, pareciera, siempre quieren volver, y en algún momento lo intentan. A veces no pueden, y aquí está, desatado, el drama del expulsado, del condenado, del exiliado, del enviado al ostracismo y al destierro por X fuerzas.

Sabemos que volver a un lugar no es volver a un momento ni a un tiempo. No habrá acá, menos mal, la materialización de la pesadilla del filósofo que vio, “fulgurante”, la idea del eterno retorno. Podemos volver a un lugar, pero no a un instante, creo. Con todo, quisiera pensar, yo, apenas un observador, que si bien no podemos regresar el tiempo, en las paredes de las casas, en las personas que se vuelven a ver, en las calles, están impresas, esperando ser vistas nuevamente, las cosas de antes. Es mejor, aún. El que regresa ve las ruinosas veredas, los autos desvencijados y las personas envejecidas con otros y nuevos ojos. Con el amor, con la perspectiva del que ha sido tallado en su humor por la distancia. Esta pequeñez, esta insignificancia, esta nimiedad, para ellos que lo ven, para nosotros que los vemos verlas, es todo. Sí, es acá.