En Atenas

En Atenas

Un confortable tren trasladó al autor de esta crónica desde el norte de Italia, en Bolonia, hasta Brindisi -en el sur-, puerto en el cual abordaría el ferry con el que, atravesando el Mar Adriático en sentido oeste-este, atracaría en el puerto de Igoumenitsa, en la frontera norte entre Albania y Grecia. Y de allí, una travesía mítica y conmovedora.

 

TEXTO. DOMINGO SAHDA. FOTOS. GENTILEZA DEL AUTOR Y ARCHIVO.

Amanecía el domingo de Pascuas, según la cronología del ritual cristiano greco-ortodoxo. El puerto aparecía como una enorme escena teatral en la cual no se percibía el más mínimo movimiento humano. Divisamos -puesto que éramos un pequeño grupo de viajeros, entre ellos, dos parejas de mejicanos- un pequeño kiosco.

La resplandeciente mañana iluminaba el lugar y solo un leve viento mecía los altos árboles. Nos indicó más por gestos que por palabras, que fuéramos hasta la estación de ómnibus del lugar, y nos dijo que un vehículo de la “carrea” nos podría llevar hasta Atenas si es que el servicio funcionaba en el día de fiesta sagrada.

Hacia el mediodía, después de seis horas de espera en varios bancos, un traqueteante vehículo se estacionó en un andén para pasajeros. Solo éramos nosotros Y algunos pocos lugareños que bajarían en pueblos cercanos.

Fue un largo viaje descendiendo colinas arboladas, semidesiertas, en las cuales se advertía la presencia inmemorial de antiquísimas ruinas. Columnas de algún portal religioso, fuentes, algún edificio a medias sostenido como testimonio de antiguas y míticas culturas, aparecían y desaparecían a mi vista.

La radio del vehículo nos ofrecía el sonido de la lengua y el canto de la tierra Homérica. Los viajeros ocasionales, lejos de parecerse a las imágenes tantas veces vistas en libros de historia y de arte, se parecían a cualquier “hijo de vecino”. Sólo los gestos y el habla los diferenciaban, más alguna indumentaria en las mujeres.

Atravesar el Estrecho de Corinto en el dorado atardecer parecía una escena de cuento que me trasladaba, en la imaginación, a otros momentos, a citas con la historia aprendida en tiempos escolares.

El Golfo de Corinto era esa imponente franja de agua marina que cortaba en dos la roca, la piedra. Mi máquina de fotografiar no descansaba. El ferry nos permitió atravesar esa suerte de frontera en nuestro viaje hacia el sur, hacia la capital.

En la noche cerrada arribamos a la estación de ómnibus. Algunos taxis cargaban a viajeros. Era eso o la nada. Por primera vez viajé en “taxi colectivo”. Para los ocasionales compañeros era un “bicho raro”.

Pascuas. todo cerrado, aún bares y comedores. Al llegar al alojamiento reservado tiempo atrás caí en la cuenta de que el hambre me atravesaba. El comedor cerrado; bar, idem. ¿Qué hacer?, ¿dónde reponer energías? Por primera vez en mi vida, y creo que la última, devoré un par de hamburguesas en un bar que encontré en mi deambular de hambriento y sediento.

Volví al hotel. dormí 10 horas como un “tronco”. Un rumor creciente me despertó a media mañana. Desde lo alto seguí con la mirada una manifestación obrera que se acercaba, siempre en la calle, sin pisar las veredas, destino de los peatones habituales. Ordenados, en fin.

Bajé presuroso vistiéndome a la carrera. Para mi era todo un acontecimiento. Se dirigían a la Plaza de Sintagma, donde funciona el palacio de gobierno: consignas marcadas rítmicamente, los puños en alto, la Grecia de la vida real, no la de los museos. De más está decir que no entendía las consignas. solo los miraba y trataba de interpretar los gestos, que eran precisos. La enorme plaza de Sintagma y las calles de los alrededores estaban repletas. Eran solo hombres. Ningún accidente, ningún contratiempo. No vi cuerpos policiales o de vigilancia.

RUMBO A LA ACRÓPOLIS

Un rato después me fui caminando hasta el antiguo Barrio de Plakas. En la lejanía y en la cima de un monte poco elevado se perfilaban los Propileos de la Acrópolis. Allí, enhiestas, impávidas, oteando la eternidad, me esperaban las Cariátides. Recordé el relato legendario del castigo infligido a las doncellas que, impuesto por la autoridad, determinaba que debían sostener erguidas a modo de columnas, el techo de Erecteion. Miré largo rato el (ayer) templo sintiendo que enlazaba en mi mente mitos, sueños y realidades al verme allí parado, como encandilado. Lejos de las convencionales explicaciones de guías ad-hoc, traje a ese momento todo lo leído en tiempos de estudiante, tiempo en que conocer la historia de Grecia y Roma formaban parte esencial de la currícula. Mi interés personal por el tema, sembrado en lejanos ayeres, cobraba realidad. Fotos, muchas.

Al bajar la cuesta me detuve a conversar con un anciano que, amacándose en su sillón, fumaba una gruesa, larga pipa. Comprendía y se expresaba en cuatro lenguas, entre ellas, el castellano, y recelaba de la cultura norteamericana a todas luces.

El Museo de Arte Cicládico, con su impresionante colección “Benaki”, contaba la historia de la Humanidad con obras diversas, vistas cientos de veces en reproducciones. Las primeras representaciones de la figura humana conocida, desde el Período Paleolítico en adelante, historiando la vida a través de los milenios, se sucedían ante mi mirada.

En el Museo Nacional de Antropología pude ver el “Tesoro de Atreo”. Las primeras esculturas griegas arcaicas elaboradas casi tres milenios atrás. Las “Kore” y los “Kuroi” me miraban desde la intemporalidad. Rumbo al “Arco de Adriano”, regateé en un mercado de artesanías regionales instalado en la calle.

La belleza de las Iglesias de rito cristiano ortodoxo contrastaban a un lado con restos de edificios y escalinatas greco romanas, y un poco más allá, con edificios de rigurosa actualidad.

POR EL EGEO

En la mañana de otro día el ferry “Odisseus” me permitió trasladarme por otro territorio de viaje mítico: el Mar Egeo. En el periplo visitaría las islas de Rodas, Mikonos y Patmos.

Apenas atracado el buque en puerto y al levantar la mirada, observé, recortada en el espacio, la Fortaleza de los Caballeros Templarios, fervientes y violentos defensores del Cristianismo durante las Cruzadas cuyas secuelas, en forma de canciones y relatos ancestrales, aparecen en la cultura popular y se manifiestan imperceptiblemente una y otra vez. Europeos más cercanos al Oriente que a Occidente.

La mítica Rodas, ciudad de piedra que parece detenida como estampa de tiempos idos. El Barrio Medieval, las callejuelas del siglo XII. La Fortaleza de los Templarios, castillo inexpugnable ante el otrora avance del imperio otomano que descubre sus misterios solo a iniciados. En la Isla de Patmos, en la que vivió San Juan el Evangelista, visité el templo que lleva su nombre. El silencio nos envolvía en el patio del monasterio, convento de monjes construido en los albores del cristianismo, mucho antes de las divisiones posteriores, apenas despuntado el siglo VII. Mirar, apreciar, conmoverse; todo a un tiempo.

En la isla de Effesos las construcciones antiquísimas se mantenían en pie casi de modo prodigioso. Las invasiones del Imperio turco otomano las habían usado y mantenido en pie de modo impecable.

La impresionante biblioteca, antes griega, con sus dos plantas, enhiesta, solo parecía carecer de postigos y estantes para colocar libros. La acústica perfecta del Teatro Odeon al aire libre, semicírculo con gradas, modélico para la posteridad, no admitía “peros”. Toda la ciudad de Effesos es una estampa magnífica.

En otro edificio, éste sí apenas sostenido, descubrí por indicación de un guía que el recorte del pie de hombre adulto, cavado en el mármol de la entrada, indicaba que solo podían entrar los adultos. Había sido un prostíbulo.

Visité la que fue, según edicto del Vaticano fechado en 1960, la última morada de la Virgen María, acompañada por San Juan. Estaba bajo la custodia de una Orden Religiosa con los infaltables policías al ingreso y al egreso. En Kussadasy me detuve un largo rato a contemplar un festival folclórico infantil. Se mezclaba lo griego y lo turco en el sonido y en las vestimentas de los pequeños, celosamente atendidos por sus madres.

Estábamos en las riberas de Capadocia, en el Asia Menor: zona de culturas milenarias que se fundían entre si. Una semana de impactante paseo que culminó, en el andar de regreso, con una furiosa tormenta de primavera en el mar. Esa noche me la pasé sentado en mi camarote, vestido, con mis documentos a mano y la maleta a mis pies.

La nave era una cáscara de nuez por los vientos y la lluvia. La tormenta amainó cuando nos acercábamos al Puerto de Pireo, en la tierra firme de Atenas (Grecia). Unos y otros descendíamos por la pasarela con la cara descompuesta. Se oía la fuerte respiración de uno y otro pasajero al pisar tierra firme. Largo viaje por agua. Para mi ¡nunca más!

Al día siguiente continuaría mi viaje. El destino era Estambul. Pero esa es otra historia.

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Effesos. Casa de la Virgen María. Allí vivió sus últimos años cuidada por San Juan.

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Una ciudad de contrastes. Plaza de Sintagma y más atrás, al fondo, el Monte Licabeto.

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Callejuela, con rumbo a la Acrópolis.