El pensamiento planetario

Por J.M.Taverna Irigoyen

Cuesta entender -o interpretar, si se quiere mejor- que hoy el mundo piense de manera similar, en opuestos confines. Es decir, que el hombre desee y luche por objetivos paralelos; que administre o sucumba ante principios sociales colindantes; que asimile la vida sin mayores diferencias. En la globalización de nuestro tiempo, en la bien llamada aldea global, entraría entonces con todas las letras el pensamiento planetario. ¿Cambió en tal medida el mapa del orbe? Pues si el hombre que lo habita en etnias y culturas diferentes, en costumbres y tradiciones opuestas, en ideologías y credos que ni remotamente son afines, es el mismo, ¿por qué piensa hoy de otra manera? ¿Por qué -si es que se ha dejado seducir por esa apuntada globalización- ha renunciado a lo propio, a milenarios acordes que han marcado su historia, a expresiones que constituyen auténticas improntas ancestrales?

La filosofía de nuestra era rastrea condiciones, evoluciones y rupturas. Pero, por sobre todo, intenta desentrañar comportamientos que hacen a una nueva naturaleza humana que vive su tiempo vertiginosamente. Hay principios que conmueven y superan: la ilusión del fin de la historia y del mundo, que razona Jean Baudrillard. Que se abre en el concepto de incertidumbre, en términos de significación. Y que accede, en el mismo pensador, al goce y la fascinación del objeto y la seducción por fragilidad. Es un tiempo en que el conocimiento deja de tener su propio peso y proyección y puede alcanzarse (en ese imperio de lo efímero) a la era del vacío que bautizara otro francés, Gilles Lipovetzky. El mismo que acepta el crepúsculo del deber, como una conducta que debilita principios aceptados por siglos.

Los pensadores de la posmodernidad son quienes nos abren estas ventanas hirientes, que dejan entrar más sombras que luces. Y que, como en el caso de Gilles Deleuze, proponen por filosofía una lógica de las multiplicidades. Habla entonces de diferencia y repetición: una doble antinomia. Jean Francois Lyotard, que sustenta la crisis de las grandes narraciones legitimadoras, propias de la modernidad, acepta la descomposición de los grandes relatos y la consecuente atomización de los juegos de lenguaje. Se piensa igual para actuar igual. En el credo deconstructivista de Jacques Derrida, la posición postmodernista acepta que el hombre se ha vuelto sujeto y el mundo ha devenido imagen. Lo tecnológico hace lo propio, tanto como la voluntad a aceptarlo y, por consiguiente, a resistirlo. Jacques Attali sostiene que hubo siempre una dialéctica entre el poder y su negación; en el fondo de sí mismo, el poder tiene vocación de sojuzgar al hombre. Puede también a la inversa (cabría apuntar) ayudar al hombre a aumentar su capacidad de resistirlo.

Sólo el futuro da un sentido al pasado. La tierra es como una biblioteca en la cual almacenamos no sólo experiencias. Registra innumerables tesoros, propiedades, tiempo acumulado. ¿Cómo se irá conformando ese repositorio mayúsculo con este pensamiento planetario -no pensamiento único, aclárese- en el cual o bajo el cual poco diferimos y nos encolumnamos, casi trágicamente, en sistemas y soluciones de dominio y producción que abarcan el orbe?

Vivimos un auténtico hiperrealismo, en que todo está marcado: nada hay que añadir. Baudrillard dice que la irrealidad moderna es del orden “del máximo de referencia, de exactitud, de verdad”. Y si el fin de la historia de Fukuyama puede generar aún hoy polémicas encendidas, es un mundo vacío, con signos de agotamiento y falta de innovación o de inspiración de la cultura, el que nos reúne. Porque el modernismo -palabras más, palabras menos de Marshall Berman- pretende dar a los hombres modernos el poder de cambiar el mundo que los está cambiando a ellos, y hacerlos además de objetos, sujetos de la modernización.

Vivimos en un universo abierto que es a la vez y como nunca amenaza y fuente de tragedia y oportunidad. Nadie puede excluirse de una comunicación que excede todos los límites y transgrede todas las leyes. Los derechos humanos son los que más han cambiado y específicamente el derecho a la vida el que más ha virado, como valor. Las democracias han mutado al ejercicio de la voluntad de quienes detentan poder. No se arbitran las soluciones pacíficas de los conflictos que no generen altos beneficios y réditos obscenos a las sociedades. Los desastres ecológicos, consecuencia de la industrialización incontrolada, no desautorizan a la técnica, pero la inculpan. La moral desarticulada genera nuevas ideologías. Los imperialismos imponen, no dialogan. La libertad económica ha dejado de existir, ante el arbitrio de las intolerancias y las dominaciones: el Estado aspira a ultranza a ser mercado. La violencia está en el diálogo. La muerte no sirve ya al sermón de las convenciones.

En esta aldea global que subsiste sin permanencia, el hombre sigue buscando. El pensamiento planetario es su lenguaje. Un lenguaje que, patéticamente, iguala.