Crónicas de la historia

Obispo Benito Lué y Riega: ¿Infarto o crimen político?

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por Rogelio Alaniz

Sabemos que uno de los rasgos decisivos de los crímenes políticos es que nunca se termina de saber la verdad. O hay muchas verdades, lo cual viene a ser más o menos lo mismo. En el mejor de los casos, se logra detener a los autores materiales del crimen, pero es muy difícil que los responsables intelectuales paguen por esa muerte. El secreto y la impunidad suelen ser la constante. Así fue antes y así parece ser ahora.

Hablo de los crímenes cometidos desde el poder, crímenes que el poder desconoce o en los que alega inocencia. Después están las ejecuciones, que pueden o no ser condenables, pero se hacen a la luz del día con la firma de los autores de la orden. Manuel Dorrego -por ejemplo- fue fusilado, y su ejecución ha sido considerada uno de los grandes errores políticos cometidos por los gobernantes de turno. Sin embargo, la condena histórica no puede desconocer que el general Lavalle se hizo cargo de esa muerte, responsabilidad que asumió por escrito.

Casos diferentes son las muertes de Facundo Quiroga y Manuel Vicente Maza, asesinatos cuyos autores materiales fueron detenidos, aunque no hay acuerdo respecto de los autores intelectuales. A esos dos crímenes políticos -Quiroga y Maza- le podemos sumar el presunto envenenamiento del obispo Benito Lué y Riega, episodio ocurrido en marzo de 1812 y cuyos autores probables fueron los miembros del Primer Triunvirato, interesados en eliminar en secreto a un obispo contrarrevolucionario que conspiraba con los realistas de Montevideo, Córdoba y el Alto Perú.

Benito Lué y Riega era español, asturiano para más datos. Antes de descubrir su vocación religiosa fue militar e incluso llegó a casarse, no por mucho tiempo porque enviudó muy joven. En algún momento, el flamante viudo decidió dejar las armas y tomar los hábitos. En 1802, con casi cincuenta años de edad, fue designado obispo de Buenos Aires por el Papa Pío VII.

Austero, colérico, leal al Papa y al rey, sabía despertar adhesiones sinceras y odios perdurables. “Era duro e irascible, pero era generoso y sacrificado”, escribe Guillermo Furlong. Se hizo cargo de una diócesis enorme y despoblada. La recorrió como un soldado de Cristo pueblo por pueblo y ciudad por ciudad. No era cómodo ni seguro viajar por los caminos del virreinato, pero él lo hizo. En el camino fundó pueblos y levantó nuevas iglesias. Era exigente y arbitrario, pero las primeras exigencias las tenía con él mismo. Los obligó a los curas a dedicarse con más empeño a sus labores sacerdotales.

Cuando los ingleses ocuparon Buenos Aires, él y la mayoría de la clase dirigente porteña prestaron juramento de lealtad al rey Jorge III. Siempre se dijo que ese comportamiento cortesano estuvo más dominado por el oportunismo que por las convicciones. Puede ser. Lué demostró en esas semanas un insospechado don para la diplomacia. Sus negociaciones con Beresford así lo verifican. Con paciencia y firmeza defendió el principio de la libertad de cultos e intercedió por la vida de soldados criollos condenados a muerte.

Nunca tomó las armas contra los ingleses, pero no dijo una palabra cuando los criollos y los españoles se armaron para defender Buenos Aires. Se afirma que el héroe de la segunda invasión inglesa fue Martín de Álzaga, como Santiago de Liniers lo fue en la primera. Álzaga logró el liderazgo de civiles y militares, entre otras cosas porque el obispo le dio el apoyo económico y religioso.

En enero de 1809 el mismo Álzaga inició su célebre asonada. A Lué se le imputa haberlo apoyado. Es probable. Sus simpatizantes -que no eran muchos pero eran empecinados- aseguran que no fue tan así. Que, por el contrario, era un negociador flexible, y que gracias a sus oportunas intermediaciones impidió que la jornada concluyera con un baño de sangre.

La otra “mancha” del obispo fue la del Cabildo Abierto del 22 de mayo de 1810. Cornelio Saavedra y Vicente Fidel López aseguran que el obispo representó la posición más dura de los funcionarios coloniales. Sin tapujos dijo que éramos colonia de España y que mientras hubiera un solo español vivo en el mundo a él deberíamos rendirle lealtad. Más claro, echarle agua.

Cuando Juan José Castelli intentó refutarlo, Lué aclaró que no se hizo presente en ese cabildo abierto para discutir sino para expresar su pensamiento. Según Fidel López, llego al cabildo desplegando el boato de un príncipe de la iglesia. Sus simpatizantes católicos niegan que haya dicho lo que se le atribuye. Que efectivamente desconfiaba de los revolucionarios de 1810, que no compartía las simpatías manifiestas de los “conspiradores” por los ideales de la ilustración, y que ese rechazo incluía a sacerdotes que no disimulaban las antipatías que le despertaba el obispo ultramontano. Todo eso fue verdad, pero a la hora de votar no dijo las palabras que le atribuye Saavedra, sino que expresó una opinión institucionalista a favor de Dios, España y la monarquía.

Nobleza obliga: Lué y Riega, una semana después, juró lealtad a la Junta y celebró un tedéum a favor de la revolución y el rey, ceremonia que se preparó cuidadosamente porque lo que sobraban eras los recelos entre el obispo y los funcionarios de la Primera Junta. Lué se esforzaba por hacer buena letra pero no disimulaba el fastidio que le despertaban esos hombres impiadosos y soberbios. Que las desconfianzas eran intensas lo demuestra el hecho de que el 10 de julio de ese año la Junta le prohibió a monseñor Benito Lué confesar y predicar, una disposición política durísima contra el representante de la Iglesia Católica.

Que el panorama católico en Buenos Aires era complicado desde hacía bastante tiempo lo demostraba el hecho de que, antes de 1810, el Cabildo Eclesiástico de Buenos Aires en tres ocasiones había enviado cartas al rey de España pidiéndole la separación del obispo. Incluso, en la votación del 22 de mayo, cinco sacerdotes apoyaron a Lué, mientras que diecinueve adhirieron a las propuestas revolucionarias.

Para 1812 el obispo Lué y Riega residía en San Fernando. Era algo así como una detención domiciliaria ordenada por el Primer Triunvirato. No eran momentos cómodos para la revolución. Derrotas militares, levantamientos armados en el Alto Perú y Montevideo, intrigas políticas en el interior del poder, la amenaza cierta de la guerra civil. Se sabe que Álzaga estaba conspirando otra vez. Y lo hacía con otros vecinos destacados y en sintonía con el obispo.

La revolución era atrevida pero la audacia no llegaba al punto de fusilar a un príncipe de la Iglesia. Los revolucionarios ya habían tenido la oportunidad de hacerlo en Córdoba con el obispo Rodrigo de Orellana, el leal aliado de Liniers, pero en lugar del paredón optaron por el destierro. ¿Qué hacer con Lué? Sus delitos eran graves, pero la revolución no quería pagar el costo de una ejecución.

La solución será el envenenamiento. El 21 de marzo el obispo festejó el día de San Benito y su cumpleaños. Esa noche asistieron a la cena más de cien invitados, entre los que se destacaban algunos prominentes figurones de la política. Se sirvió carne asada, achuras y postres preparados por negras mulatas. Todos se despidieron con saludos, buenos deseos y bendiciones, pero a la mañana siguiente una mucama encontró a monseñor muerto en su cama.

¿Qué pasó? Nunca se va a saber. Las sospechas de que fue envenenado siempre circularon. Incluso se dijo que el responsable fue el archidiácono de la catedral, Andrés Ramírez. Los señores del Triunvirato guardaron piadoso y sugestivo silencio. Poco tiempo después, Álzaga fue detenido y ejecutado por orden de Rivadavia. Dicho sea al pasar: don Martín fue entregado por su cura confesor. Es que a pesar suyo y de Lué, la mayoría de los sacerdotes apoyaban la gesta iniciada el 25 de Mayo. Como para completar a información, conviene saber que los revisionistas hispánicos consagraron al obispo Lué y Riega con el título de “Mártir de la lealtad”. ¿Lealtad a quién? A Dios, a la Iglesia Católica y a Fernando VII. Mientras tanto, el parte oficial del Triunvirato informaba que monseñor había muerto como consecuencia de un súbito infarto.