DIGO YO

El mostrador

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POR NATALIA PANDOLFO

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Nos, las féminas ubicadas de este lado del mostrador, somos invariablemente abducidas por el espíritu del diminutivo cuando salimos a comprar ropa. No vamos en busca de una remera: pedimos una remerita. Un vestidito, una camperita. Un chalequito. Ellas, las de aquel lado, replican el mismo idioma. Ofrecen camisitas y polleritas. Primera -¿única?- coincidencia.

Nos vamos en busca de algo que ya existe en nuestra cabeza. Ellas intentan hacer encajar en ese molde algo de lo que tienen en stock.

“Estoy buscando un pantaloncito liso”, decimos unas; “Pero mirá que se usan estampados”, responden ellas, y la hipótesis de conflicto bélico asoma en el horizonte, pavorosamente.

Los ojos de este lado recorren la mercadería con la velocidad de quien sabe lo que quiere; las manos de aquel lado eligen prendas que las de éste no tocarían ni por error.

“Mirá éste, te va a quedar bárbaro”, dicen ellas, y nosotras callamos. Apoyan discretamente ellas sobre el mostrador un talle ínfimo, imposible, y te despachan con un probátelo, no te creas, se estira.

Finalmente pasamos a la etapa del probador: la quintaesencia del infierno. Están quienes, gentiles y dotadas de una gracia misericordiosa, te dejan tiempo para el traumático proceso y ocupan su tiempo en otros menesteres. Y están las otras.

—¿Y? ¿Cómo vas, flaca? -te dicen. Flaca. Gordi. Mi amor. Madre. Negri. Corazón. El listado de apodos es tan optimista, sólo que llega cuando recién pudiste acomodar tus bártulos en ese cuadrado de cincuenta centímetros por cincuenta y te sacaste la primera pierna del pantalón que llevabas puesto.

—Avisame así veo cómo te queda, te dicen. Como si no fuera suficiente afrontar la propia mirada y perdonarse los excesos, habría que disponerse luego a encarar el juicio interesado de alguien que desaparecerá de nuestro horizonte dentro de diez minutos. “Divino”, repiten impertérritas frente a la clienta que ve cómo su autoestima se derrumba bajo una luz blanca que apunta como un arma letal.

De fondo suena Enrique Iglesias, para más inri.

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Las agujas del reloj parecen remar en dulce de leche. Son recién las diez, espera una larga jornada llena de mujeres que pasean, miran, buscan no se sabe bien qué, revuelven, dan vueltas, preguntan, exigen, van, se prueban, vuelven, piden más, contestan mal, se vuelven a probar, dejan la pila de trapos revueltos y siguen su frenética gira en busca de un placebo.

Algunas son amables y hasta piden disculpas después de estar media hora pidiendo cosas inverosímiles e irse con las manos vacías. Algunas llegan a hacerse amigas: han venido tantas veces. Otras te tratan como si fueras su mucama. Otras simplemente entran y charlan porque necesitan eso, una oreja del otro lado. Una trata de mantenerse firme en la cuerda floja que pende entre la demanda externa y las exigencias internas.

En el oficio deja de lado las ganas de resoplar, la irrefrenable tentación de decirle a esa señora que no, no tiene lo que busca y punto; y trata cada vez de dibujarse una sonrisa, aunque sea de labial, para dar los buenos días a quien pone un pie en la puerta. “Ponerle onda”, como reza el padrenuestro moderno.

Lidia con las regateras, sumisas y atrevidas, mandonas e indecisas, frívolas e inseguras, como un guerrero que da batalla ocho horas por día y atraviesa los campos del agotamiento con impronta de vencedor. Y cuando el milagro se produce, cuando esa mujer del otro lado del mostrador dice sí y manotea el bolso para buscar la billetera, en ese instante mágico siente la gloria del delantero que emboca un gol imposible, frente a una hinchada muda que festeja el triunfo con emoción desmesurada.