Cita nocturna

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Por Augusto Munaro

“El rey Cophetua”, de Julien Gracq. Traducción: Julià de Jòdar. Prólogo: Jesús Ferrero. Nocturna Ediciones. Madrid, España. 2010.

En el día de Todos los Santos de 1917, poco antes de finalizar la Primera Guerra Mundial, el protagonista un soldado sin nombre que resultó herido en la Batalla de Flandes- recibe un telegrama donde Jacques Nueil su amigo músico y aviador que no ve hace años- lo invita a su quinta en Braye-la-Forêt. Acepta, desea verlo. El narrador recorre un umbrío camino hasta llegar a la apartada casa, no muy lejos del mar, cuyo bramido se deja oír dándole al sitio una atmósfera ligeramente espectral. Pronto surge un inconveniente. Lo recibe la sirvienta de la villa, quien le informa que Nueil está retrasado. El tiempo transcurre, las horas pasan y el arribo de la noche es inevitable. La angustia en esa “casa ensimismada” se torna ineludible. La demora se acrecienta hasta transformar la espera en el tema central del libro.

Como en Esperando a Godot, de Samuel Beckett, o mejor aún, El Castillo, donde Franz Kafka sitúa a su agrimensor en la situación de espera continua, sin además- jamás alcanzar su objetivo, Julien Gracq (1910-2007) pareciera retomar esa idea de demora, pero orienta la narración hacia otra dirección expresiva. Detrás de un elaborado esquema de gestos formales (frases largas y derivativas), hay un afán por dar con una prosa muy elaborada. Esfuerzo que se traduce en la lograda densidad atmosférica. Un equilibrio de sintaxis que induce a querer avanzar frase a frase, página a página, siguiendo la progresión del relato a través de un tempo curiosísimo. Una vivacidad descriptiva que responde a una cohesión (el pendulante dinamismo de la contemplación) al borde de la irrealidad. Juego exquisito que se luce entre los objetos de las habitaciones donde el personaje espera/desespera, y el laberinto de preguntas vertiginosas que esas sensaciones despiertan en él. Pues es allí en ese escenario reclusivo de luces bifurcantes y sombras enlutadas, donde se produce esa suerte de armoniosa coreografía que no es otra cosa más que el pulso suntuoso de una búsqueda interior. El movimiento del espíritu entendido como si se tratase de un único e ininterrumpido plano secuencia, donde la criada y quien rememora la historia (dos desconocidos prácticamente anónimos hasta esa noche) son asediados por las circunstancias del momento.

Al igual que en El mar de las Sirtes (1951), con El rey Cophetua (1970), Gracq alcanzó un virtuosismo extremo de contundente fuerza expresiva, utilizando hasta los detalles más mínimos como si fueran los elementos de una liturgia. Cada gesto, cada mirada resulta esencial a la hora de vislumbrar las motivaciones de los personajes, para entender sus vicisitudes y elucubrar sobre sus posibles destinos. No ha de sorprendernos que ese esfuerzo por la exactitud narrativa, cargado de simbolismo, lo llevó a que sus discretas novelas no hayan alcanzado una gran difusión. La suya es una mirada rigurosa, densa, que se demora en los intersticios de la realidad espacio peligrosamente indeterminado- para glosar sobre los procesos de incomunicación y aislamiento de las personas.

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Julien Gracq. Foto: Archivo El Litoral