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Mi familia y su relación con Villa Lía

El autor del siguiente escrito tiene 93 años y es nieto de inmigrantes italianos. Quiso compartir con los lectores de esta sección de la revista Nosotros su historia de vida, sus recuerdos más preciados de aquel pueblito que lo vio crecer: Villa Lía, en la provincia de Buenos Aires, el que pudo recorrer 80 años después.

TEXTOS. JUAN CARLOS BONAVENTURA.

 

Mi nombre es Juan Carlos Bonaventura, argentino, nacido el 3 de enero de 1922. Mis padres son también nacidos en Argentina, hijos de italianos de la región de Lombardía y de Liguria, cuyos padres emigraron entre 1876 y l886. Embarcados desde Génova, viajaron en tercera clase, como miles de otros compatriotas apiñados con todo el equipaje a cuestas. Una verdadera odisea el cruce del océano Atlántico hasta el puerto de Buenos Aires, ya que el viaje duraba 30 días.

Al llegar al puerto pasaban trámites de Aduana y de salud y eran alojados en hotel por unos días; pasado ese tiempo, les indicaban los lugares que podían elegir para residir.

Mi familia, a través de los años, se fue agrandando: Cociani, Destefanis, Bonaventura, Latorre, Uscello, Bureau, y los integrantes se fueron radicando en distintos lugares.

Mi padre y su hermano Alberto se casaron, respectivamente, con dos hermanas: Clotilde Adalgisa Destefanis, mi madre, y Catalina Destefanis, mi tía. A partir de estas uniones comenzaron a compartir la vivienda, llevando con ellos a sus padres y hermanos menores. Este tipo de familia grande era muy común en aquellas épocas. Ya por 1927 (yo tenía cinco años) nos radicamos definitivamente en Vicente López, provincia de Buenos Aires, conviviendo todos en una casa muy grande.

Un día, una de mis tías, Ida Cociani, recibe una invitación a una fiesta campestre, que se realizaba en los pagos de San Antonio de Areco, adonde conoce a Reinaldo Solari que residía en Villa Lía. Se hacen novios y al tiempo se casan y viven en una casita de material, situada en una parcela comprada a Don Mariano Ustariz, quien se ocupaba de la venta de inmuebles en la zona. La casa estaba situada a unas quince cuadras de la estación, sobre el camino rural que une la Villa hasta San Antonio de Areco.

ASÍ ERAN MIS VACACIONES

Como ya comenté, nos habíamos mudado a Vicente López, cerca de la estación Aristóbulo del Valle, que era la primera parada del Ferrocarril Central Córdoba desde su salida de Retiro.

El día que viajaba para comenzar mis vacaciones, llegaba a la estación a las 8.30, subía al tren y me encontraba con el señor Vásquez, comisionista, que contrataba mi madre para que me cuidara en el trayecto hasta la estación Villa Lía, donde mi tía Ida Cociani y su esposo Reinaldo Solari me esperaban con mucho cariño, volcando todo su amor a este sobrino, ya que ellos no habían podido tener hijos. Ahí pasé algunos de los mejores momentos de mi niñez.

En la casa de mis tíos empezaba el día temprano, a la salida del sol, en la cocina tomaba mate amargo mientras se mantenía el fuego con marlos de maíz; luego ayudaba a soltar los animales del corral y desataba al ternerito, que era atado lejos de su madre de noche porque, si mamaba, no teníamos leche por la mañana.

Daba de comer a las aves, juntaba los huevos del gallinero y alimentaba a los chanchos, con una mezcla de afrecho y maíz, encerrados en el chiquero. Cuando era necesario, ayudaba a llenar un tanque de unos mil litros para los animales, con una cadena de diez metros de largo enganchada al recado del caballo y pasada por una roldana atada al brocal del pozo, que en la punta tenía un balde de 20 litros. Lo bajaba hasta llegar al agua, una vez lleno, tiraba de la cadena y volcaba el agua en el tanque. Entre idas y vueltas se tardaba una hora.

Los días que iba a la estación a esperar la llegada del tren salía temprano, con tiempo, iba a caballo hasta la tranquera y sin apearme la abría y la cerraba. Al galopito tranquilo me acercaba a la estación, de un salto me bajaba y ataba al palenque el caballo bayo. Luego me sentaba afuera, de espaldas contra la pared de la estación. Mientras esperaba, mi vista se fijaba en una casa colonial con tejas rojas donde figuraba la fecha de construcción: año 1928.

En la calle principal que llegaba a la estación había una peluquería, más adelante un boliche, en la esquina opuesta a la casona colonial, un edificio que bien no recuerdo para describirlo, sólo tengo una imagen confusa.

Cuando el tren llegaba a las 11 en punto se anunciaba a puro silbatos, entonces preguntaba por cartas y por las revistas Patoruzito, Ti-Bis, El Tony y las relacionadas a los encargos realizados al Señor Vásquez.

Al partir el tren, tomaba el mismo camino de regreso hasta llegar al almacén de ramos generales de Coraza Hnos.. Esa esquina señalaba el camino rural con el que -cruzando las vías del tren a la izquierda- se llegaba al pueblo Capitán Sarmiento, ubicado en una ruta nacional y a la derecha pasaba por la casita de los tíos hasta San Antonio de Areco. Seguía el camino desde el almacén hasta la escuelita rural que habitaban dos maestras; y también pasaba por delante de la casa de los Solari donde había un gran ombú.

SAN ANTONIO DE ARECO

De mi primer viaje a San Antonio de Areco logré conocer costumbres y lugares con historia. El camino a recorrer desde Villa Lía era de unas cuatro o cinco leguas. Lo primero que vimos fue el puesto “La Lechuza”, propiedad de unos hacendados famosos en la zona, los Güiraldes. El encargado del lugar era un arriero de nombre Don Segundo Ramírez, al que conocí personalmente.

Continuando el viaje, a lo lejos vimos la estancia “La Porteña” de los mismos dueños, cuyo nombre recordaba a la primera Locomotora que transitó por el país. Ya estamos en San Antonio, el puente viejo sobre el río, la pulpería La Blanqueada, la Tahona, lugar de molienda del trigo.

Un dato interesante y poco conocido es que -durante las invasiones inglesas de 1806 y 1807-, los prisioneros fueron internados en el interior de nuestro país, catorce irlandeses fueron ubicados en San Antonio de Areco y, con el tiempo, formaron un grupo muy importante.

Don Ricardo Güiraldes, famoso escritor, se inspira como protagonista en el puestero de La Lechuza, Don Segundo, a quien toma como símbolo “del Gaucho”.

En 1926 se edita Don Segundo Sombra. Un año después, estando en Francia, en forma inesperada, Don Ricardo fallece el 10 de octubre de 1927. Sus restos fueron repatriados llegando a Buenos Aires el 27 de noviembre, recibidos por el presidente de entonces Don Marcelo T. de Alvear en una sentida ceremonia y se trasladaron a San Antonio de Areco donde fue sepultado en el panteón familiar.

Nueve años después, Don Segundo Sombra, como lo llamaban ahora, no puede montar a caballo y por lo tanto abandona el puesto “La Lechuza” y se radica en San Antonio, en una casita alquilada por sus amigos. Ya se encontraba muy desmejorado y el 20 de agosto de 1936, fallece y sus restos son sepultados muy cerca del panteón de los Güiraldes.

En los aniversarios de su muerte en noches de luna llena, se comentaba en La Blanqueada y en los fogones que se escuchaba el galope tendido y los resoplidos de un caballo que iba en dirección al puesto La Lechuza, como arriando los recuerdos vividos...

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juan carlos bonaventura nació en 1922.

VIVENCIAS Y MÁS RECUERDOS

- LA COSECHA. En época de cosechar el lino se contrataban peones “temporarios” cuyo trabajo era recolectarlo y armar la parva, a la espera de la máquina cosechadora y trilladora. Por la noche se formaba el fogón criollo donde se mateaba y también hacían correr el porrón de ginebra. Ya flojos de lengua, contaban sus andanzas que, para mis oídos, eran grandes aventuras.

Fue en una de esas noches cuando uno de ellos (no recuerdo su nombre) me señaló el cielo y nombró algunas estrellas y cómo se llamaban: “El Facón de los Arrieros”, “La Gallina y los pollitos”, el “Ojo del Toro” y “La Cruz”. A partir de ese momento despertó una de mis grandes pasiones: la astronomía.

Así fue que con el tiempo supe que El Facón de los Arrieros era la constelación de Orión; La Gallina y los pollitos eran las Pléyades, el Ojo del Toro, la de Tauro; y la Cruz, la constelación la Cruz del Sur.

- EL MONTE. En unos de los viajes de paseo que hacíamos me comentaron que debíamos pasar por un monte al que le decían “De Las Brujas”. Teníamos que guardar silencio; de no hacerlo se despertaban enviando malos augurios.

Ya de salida, mi curiosidad de niño y el temor a lo desconocido me asustaban. Cuando nos acercamos, vi una pequeña, oscura y vieja arboleda. Me tapé con las manos los ojos, ni respiraba, sólo escuchaba el trotecito del caballo. Desde ese momento quedó para siempre el nombre de ese monte bien justificado. Me pareció al pasar que mis tíos sonreían suavemente.

- LA PESCA. Una de las cosas que me gustaba era ir a pescar, el viaje de recorrida era de hora y media en sulky hasta llegar a la Cañada Honda. Llevábamos dos cañas atadas a un piolín y corchos atravesados por el medio y en la punta anzuelos. De carnada usábamos lombrices o algún pedacito de carne. Los peces variaban: bagres, amarillos, bogas, palometas, mojarras y anguilas de río. Estas últimas decían que eran ricas, yo nunca las probé. El cauce de la cañada era de medio metro y en algunos lugares mayor de un metro; el ancho permitía seguir el curso del agua andando y controlando el corcho por si había pique. Ese andar por la orilla, el zumbido de un insecto, el aletear de un pájaro haciendo su nido, el murmullo del agua, eran los únicos sonidos, mi mundo perfecto.

La voz para el regreso era como despertar de un hermoso sueño. Esos momentos quedaron como una constante en mi vida. Siempre queriendo volver para ver correr el agua mansa de la cañada.

Y pasaron los años. Ya con mis quince años, los deseos de joven, estudiar, jugar y ver fútbol, la barra de la esquina, los bailes con las orquestas de Pugliese, de Di Sarli y de Troilo, las citas callejeras con las pibas del barrio y otros horizontes, me alejaron de Villa Lía, receptora de cosas bonitas de mi niñez y adolescencia y que hoy, liando con hilos de mis canas, las voy evocando... Quienes siguieron con las visitas de las vacaciones escolares fueron Jorge, mi hermano, y mis primos, Isabel Bonaventura y Hugo Destefanis. Pero eso es otra historia.

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el autor de esta nota recuerda detalles de su vida en villa lía.

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UN PEQUEÑO POBLADO

Quiero repasar el origen de este pequeño poblado para fundamentar el relato de mis recuerdos. En 1810, el primer gobierno patrio dispone que los extranjeros gocen de los mismos derechos que el resto de los habitantes. En 1876, el presidente Nicolás Avellaneda sanciona la ley Nº 817 de Inmigración y Colonización o Ley Avellaneda, más tarde. Julio A. Roca durante su gobierno (1880-1886) amplió las leyes de migraciones, y en 1898 se crea la Dirección Nacional de Inmigración.

Estas disposiciones y leyes fueron importantes en la creación de Villa Lía pero la historia directa comienza en 1869, cuando el agrimensor Mariano Iparraguirre practica la mensura judicial Nº 29 de unas tierras cuyos propietarios eran Doña Isabel de Rodríguez y Doña Dominga Castex. Con el tiempo, la estancia fue dividida, destinándose una parcela para una pequeña población estable que sería la base del pueblo, y que no llegaba a la categoría de colonia pues eran necesarios 10 kilómetros cuadrados y una población de 100 habitantes.

El 2 de febrero de 1920, Doña Dominga Castex da por herencia a la Señora Lía R. de las Carreras un campo de miles de hectáreas. El casco de la estancia de Doña Lía se encontraba a orillas de las vías del ferrocarril donde paraba el tren que transportaba las cosechas. En ese año, Doña Lía presenta por escrito una petición para crear un pueblo de acuerdo a la Ley Provincial de Trazados de Centros de Población Ampliación o Modificación de Trazados, existentes a junio de 1913.

Don Mariano Ustariz, importante productor de cereales de la zona, solicita a la Señora Lía el arrendamiento de la estación del ferrocarril y de las parcelas y campos lindantes, así se crea el pueblo al que acuerdan llamar Villa Lía. Se construye una Iglesia de una sola fachada en homenaje a la hija de don Mariano.

Una de las primeras familias en hacer su rancho a unas 20 cuadras de la parada del ferrocarril fueron los Solari, Doña Pineta y Don Solari y luego sus hijos Pablo, Ángel, Juan, Raimundo, Reinaldo, Pedro y José, que se dedicaron a la agricultura.

En 1923, otra familia italiana de apellido Pascual, pone un negocio de ramos generales e instala un surtidor de nafta para su venta (aún permanece allí). Se instala otro almacén de ramos generales, Coraza Hnos..

Por ese entonces, algunos de los hermanos Solari abandonan la Villa formando sus familias y radicándose en zonas aledañas: Pablo y Raimundo, en Azcuénaga, donde se hacen cargo de la usina eléctrica; Ángel, a San Antonio de Areco, se casa con Doña Rosa y tienen dos hijas, Maruca y Susana; Juan, en Solís, sigue siendo agricultor; Pedro se casa con Doña Yolanda, tienen una hija y al poco tiempo se van a vivir a Buenos Aires (capital); José, el más joven, se queda en la casa materna y Reinaldo, casado con Ida (mi tía), permanecen en Villa Lía. Era un canto al progreso, pues se construían muchas casitas.

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VOLVER DESPUÉS DE 80 AÑOS

Hace poco leí en un diario donde se promocionaban lugares de turismo cercanos a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, el nombre de Villa Lía, ¡mis vacaciones de niño! Me nació la idea de volver allí después de 80 años, tenía ansiedad de ver este presente que me volvería al pasado. Mi hija Alicia y mi nieta Lucrecia, que por mis relatos sentían la misma curiosidad por ver qué había sido del pueblo de mi niñez, programaron el viaje.

Actualmente vivo en la ciudad de Santa Fe, desde aquí a Villa Lía, provincia de Buenos Aires, hay unos 370 km, aproximadamente. Partimos los tres con muchas ilusiones, llegamos a la ciudad de San Antonio de Areco, nos alojamos en un pequeño pero acogedor parador de la familia Draghi (descendientes de irlandeses), donde además funciona el Museo Nacional y Taller abierto de platería criolla reconocido internacionalmente.

A la mañana siguiente nos dirigimos a la Villa y lo primero que vimos fue la estación del ferrocarril que es el lugar fundamental y que debe mantenerse como orgullo de un pueblo; sin embargo al recorrerla, la impresión fue asociarlo al dicho “los árboles mueren de pie”, a los carteles que indican el nombre Villa Lía, le faltaban letras y pintura, y adelante, donde antes se veía la estancia de Lía de las Carreras, había sólo vagones de carga abandonados y oxidados. Ya no pasan trenes de pasajeros, solamente algunos de carga y, como otras tantas en estos tiempos, se ha convertido en una estación fantasma.

Dejamos la estación desilusionados, el único alivio a tanto abandono fue encontrar la casona de tejas rojas tan bien conservada como en 1928.

Al medio día almorzamos en un tradicional lugar del año 1923 llamado “Lo Pascual”, (que funciona en el viejo almacén de ramos generales de la familia Pascual, que conserva hasta el mostrador característico de las pulperías) atendido por sus nuevos dueños, un matrimonio muy agradable. Al finalizar el almuerzo a invitación del dueño, firmé el libro de visitas y luego continuamos recorriendo el pueblo.

Tomamos el camino que hacía de niño y ubicamos el lugar donde antes estaba el orgulloso almacén de ramos generales de Coraza Hnos., que prácticamente no existía, transitando ese camino abandonado, no se veía ninguna casa y casi perdida la esperanza, vimos un poste de alambrado que separaba los terrenos; al avanzar unos quinientos metros, aparece la tranquera de entrada, vieja y tumbada sobre un costado, dejando el camino libre, como diciendo “ya cumplí”, entramos y vimos la casita muy cambiada, pero existía.

Al estar allí, sentí el lugar como una pertenencia; no me importaba el presente, cerré los ojos, entré en la dimensión del tiempo y como un centelleo fugaz, fui feliz.

Dimos la vuelta, los costados del caminito cubiertos de cardos y yuyos, me pareció que se movían, un leve susurro como una brisa, llegaba a mis oídos diciéndome “también nosotros fuimos jóvenes, adiós al pequeño niño que un día pasó”. En mi infancia vivía el presente, como un futuro venturoso... En mi vejez, miro el presente, como un futuro incierto.

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