Digo yo

El que sigue

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Natalia Pandolfo

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Una mesa de entradas, una secretaria que mira la pantalla y una señora simpática que arrastra a una señora mayor en silla de ruedas. La señora simpática extiende un papelito; la secretaria lo mira y se lo devuelve.

—El turno es el 7 de mayo. Hoy es 7 de abril.

La señora simpática, su rostro rugoso, se ríe. Mira el papel, mira a la secretaria que mira a la pantalla, mira a su madre, se agarra la cabeza. La señora en silla de ruedas no habla. Está en camisón, hecha un bollito, los pies descalzos, las uñas como pezuñas.

—El 7 de mayo, señora.

—Pero es que ella está muy dolorida.

—La doctora está atendiendo, pero si no tiene turno no puedo hacerla pasar.

—Qué vamos a hacer.

—Esperen y que la vea el médico de guardia.

La señora simpática y la señora ovillito esperan. Pasan minutos y horas como agua entre los dedos, ellas no dicen nada. Ni siquiera entre ellas. Cada tanto la señora simpática mira el reloj.

Al fin, un chico que bien podría ser nieto y bisnieto, su casaca blanca, su poca experiencia y sus mejores intenciones, les abre la puerta.

—Pasen.

Dos segundos después la doctora que esperará a la paciente el 7 de mayo, sale al pasillo:

-¿Juárez?

-...

-¿Mataloni?

-...

-¿Fernández?

-...

“Parece que hoy no vino nadie” dice, y cierra la puerta. La secretaria mira la pantalla.

*

Las enfermeras son un par de hadas que sobrevuelan al olor rancio, espeso, pegajoso del sanatorio. Van y vienen livianas por los pasillos. Llevan en sus manos el asco, guardan en sacos oscuros aquello que nadie quiere ver, mueven los hilos más íntimos de lo humano como si interactuaran con copas de cristal. Son amables: preguntan, abuela, si necesita algo. Dicen que están ahí, al lado del timbre, esperando que suene para entrar en acción. Pero no están: andan volando por las habitaciones. Lo hacen con un respeto y un sentido de la dignidad que conmueven.

*

El doctor está apurado. Alguien le pide un certificado: un papel con tres líneas escritas y una firma. Él no tiene tiempo. Corre como alienado: lo esperan dos cirugías. Está sobrepasado. Le dice a la abuela que se quede tranquila y se va. Ella se queda acunando preguntas en el aire. Después la llama, la anestesia hace su trabajo; él, el suyo.

Desde afuera las horas pasan lentas como un caracol. La sala de espera es de dos por uno, sin ventanas, con una virgen de Guadalupe y tres flores de plástico tristes como una despedida. Y el olor, ese olor que todo lo impregna, omnipresente.

Los párrafos del libro pasan sin pena ni gloria: hay que releer para entender. Mejores lectores se encuentran en cualquier lugar del mundo. Hasta que finalmente, en un segundo bendito, las puertas se abren:

- ¿Familiares?

Dos pasos al frente.

- Buenosaliótodomuybienlacirugíafueexitosaahoranadadealimentonibebidareciénapartirdelasdoshoraspuedeingerirlíquidolamedicacióntienequesersuministradaporvíaintravenosaprogresivamentediganlealasenfermerasquelepo nganuncalmantenadadeesfuerzonadadelevantarsemañanapasoaverla.

Y da indicaciones como un director de orquesta, sólo que no hay orquesta, ni partitura, ni músicos: apenas un ser querido preocupado y sin mayores nociones del asunto.

Después toma un par de papeles y los agrega a la carpeta, suponiendo que alguien con buen criterio leerá y sabrá hacer los deberes sobre ese cuerpo. No siempre las dos puntas del hilo llegan a unirse.

El familiar lucha desesperadamente por hacer una selección rápida de las recomendaciones más importantes y retenerlas en la memoria. Una empresa imposible: hasta hace un minuto contaba los segundos pesados como gotas de una tormenta de verano. El cuerpo inerte se encomienda a que la cadena de mensajes no tenga intermitencias. Que pase el que sigue.