Los cuentos de Gombrowicz

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Witold Gombrowicz.

Foto: Archivo El Litoral

 

Por Julio Anselmi

Publicados en Polonia en 1933 bajo el título de Memorias del tiempo de inmadurez, estos cuentos de Gombrowicz recién en 1957 conformarían el conjunto titulado Bakakai, que, aunque escrito con dos k e i latina, es un homenaje de Gombrowicz a la calle porteña Bacacay, donde estaba la casa de pensión en la cual vivió durante varios años. En castellano tuvo su edición en Barcelona, en 1986 y, desde hace tiempo fuera de circulación, vuelve ahora en la traducción de Sergio Pitol y con el agregado de tres cuentos publicados en revistas gracias a la editorial argentina El Cuenco de Plata. Los relatos inéditos que se incluyen fueron traducidos por Bozena Zaboklicka y Pau Freixa.

Un hombre que persigue a otro, bailándole, acosándole, escribiéndole anónimos, atosigándolo; un festín caníbal; un asesinato (como en “Emma Zunz” de Borges) donde la Justicia queda tranquila a pesar de algún detalle menor que esconde la injusticia; una serie de aventuras que se internan en la ciencia-ficción...

Todo el mejor Gombrowicz está diseminado en estos cuentos, desde la resonancia con que se presenta el nombre de sus personajes (esos nombres exacerbadamente polacos, polacos hasta el empalagamiento, el Ministro Gordito Delgado Feliks Kosivbidzki, o Pylaszczkiewicz) hasta su singular forma de radiografiar los tropismos más subterráneos y las reacciones más inconscientes. Y, por supuesto, la preocupación de hacer verosímil la singular inverosimilitud del infierno que los humanos nos construimos mutuamente. La forma fue siempre su obsesión: “¡Hay que tener miedo de la forma!”, sentenciaba en una entrevista. Y por forma entendía desde luego no sólo la Gran Forma del Arte: “Entiendo por forma todas nuestras posibilidades de manifestación, como las ideas, los gestos, las decisiones, actos, etc.”

Y como en sus novelas, en estos cuentos, para hacernos verosímiles esas operaciones mentales descalabradas, Grombrowicz recurre a las repeticiones y a las desaforadas confesiones de los personajes, confesiones que podríamos llamar gogolianas, caricaturescas. Y también aparece otra de las cuestiones portantes en la obra de Gombrowicz: el de la madurez y el de la inmadurez, el joven que busca la perfección y el maduro que ya casi es Dios y se siente atraído hacia la inmadurez, el padre que domina al hijo y lo somete y lo pierde merced a su venerable madurez, como el poderoso domina al débil. Todo esto en un juego fatal que se presenta en toda la narrativa y en el teatro de Gombrowicz a través del reto, del desafío, del lance, del duelo: duelos de muecas, de guiños, de brindis, de despojos de prendas...

Cuando, ya en sus últimos meses, instalado en Francia y reconocido mundialmente, Gombrowicz releyó estos cuentos se sorprendió a sí mismo y escribió: “Son un artificio reverberante de fantasía, de invención, de humor, de ironía. Esos relatos vibran con cortocircuitos sorprendentes, con visiones inesperadas, bullen de buen humor y juego. Hay que reconocer que en la escala de mis posibilidades este libro se encontraba ya a nivel de mis más afortunados logros”. No se equivocaba.

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