Crónica política

Ahora, Carlos Fayt 

Ahora, Carlos Fayt

por Rogelio Alaniz

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Ahora le tocó el turno a Carlos Fayt. En estos temas los muchachos son coherentes. Ayer fue Nisman, hoy es Fayt. Ayer un fiscal, hoy un juez. Mañana tal vez le toque el turno a Bonadío. Todos en el mismo año. En todos los casos y, más allá de los desenlaces, lo que molesta es la independencia y la inteligencia. Les molesta que los controlen, que no los dejen decidir como déspotas, que los indaguen y los procesen. Que no los dejen robar. Les molesta la independencia porque ellos saben, lo saben muy bien, que jueces y fiscales como los nombrados pueden sacarle los trapitos al sol y meterlos presos.

Una nación que se respete cuenta con sus grandes viejos y no reniega de ellos. Son memoria, ejemplo y sabiduría. Inglaterra nunca renunció a Winston Churchill, ni Alemania a Konrad Adenauer, ni Francia a Charles De Gaulle, ni Italia a Alcides de Gasperi. El Reino Unido siempre se enorgulleció de contar con Bernard Shaw o Bertrand Russell, como Italia nunca renegó de Norberto Bobbio. Les guste o no a los kirchneristas, Fayt es uno de nuestros grandes viejos y no podemos permitir que su destino sea el de ser arrojado por la ventana.

En una sociedad medianamente normal, en una sociedad menos crispada, menos polarizada deliberadamente, puede que sea razonable discutir si a los noventa y siete años se está en condiciones de ejercer como juez supremo. El problema es que para el kircherismo no es la edad el inconveniente, sino la conducta de un juez que se ha resistido a ser considerado un felpudo del poder político. No lo fue con Menem, no lo fue con De la Rúa y Duhalde, mucho menos lo será con la Señora. Y no es un problema de edad, el problema no es cronológico, es ético.

Lo demás son pretextos, excusas para disimular que la vocación de ir por todo se mantiene intacta. Según ese matarife de la política que se llama Aníbal Fernández, Fayt está viejo. A otro perro con ese cuento. Si Fayt fuera leal al kirchnerismo, si su moral fuera la de Oyarbide, a un tipo de la calaña de Fernández no le fastidiaría demasiado que Drácula fuera juez de la Corte Suprema de Justicia.

A los insultos de Fernández se sumaron los de esa cloaca de la indecencia y la barbarie que se llama Hebe Bonafini. Fernández y Bonafini. Dos baluartes clásicos de la cultura nacional y popular. Podríamos agregar a Maradona y cartón lleno. Esa asombrosa capacidad para juntar lo peor. Alguna vez los argentinos nos deberíamos preguntar qué fue lo que hicimos mal para que Bonafini represente los derechos humanos, Fernández la política liberadora y Kirchner sea un prócer de una estatura histórica parecida a la de Belgrano y San Martín, según las imparciales y objetivas apreciaciones de su esposa y su corte de incondicionales. ¿También Chávez? ¿Por qué no? ¿Por qué no honrar al presidente que se dio el lujo de corromper a su pueblo en nombre del socialismo del siglo XXI? ¿Que la Argentina no es igual a Venezuela? Gracias a Dios que no lo es. Pero no lo es a pesar de la voluntad de los Kirchner, cuya exclusiva novedad, su aporte a la historia, es la de transformar a la economía nacional en una gigantesca, monstruosa y corrompida Salada.

Por supuesto que Fayt les molesta. Les molesta su estatura jurídica, su decencia personal, sus ideas políticas progresistas. Les molesta que alguna vez haya sido socialista en la línea de Juan B. Justo, Nicolás Repetto y Alfredo Palacios, ideales a los que por otra parte nunca renunció. Molestan los libros escritos. Molesta que sus libros se sigan leyendo en la universidad y estén presentes en la biblioteca de todos los hombres preocupados por la libertad y la justicia. Molesta que cuando Ella y Él se hacían millonarios en Santa Cruz y esa mezcla de extorsión y usura los habilitaba para jactarse de su condición de abogados exitosos, en esos mismos años Fayt se preocupaba por los derechos humanos, presentaba hábeas corpus y reclamaba por la libertad de los presos, en un tiempo en que esas peticiones podían significar un peligro cierto y a nadie se le hubiera ocurrido hacer de esa causa noble y dolorosa un objeto de manipulación política.

Claro que molesta. Molesta su vida modesta, su perfil bajo, su declarado agnosticismo, sus fallos judiciales, su conducta cívica, su austeridad republicana, virtudes ignoradas por quienes han recurrido a la política para hacerse millonarios. Pero sobre todo molesta que Fayt sea un hombre libre. Libre y decente. Dos virtudes imperdonables en el universo de esa charca donde se revuelcan personajes como Amado Boudou, Julio De Vido, Aníbal Fernández, César Milani, Hebe Bonafini, Héctor Timerman, Felisa Miceli, Cristóbal López, Igor Ulloa, Ricardo Jaime, Lázaro Báez y hay más nombres, muchos más nombres.

No deja de ser grotesco y patético que Bonafini organice un escrache contra un juez honrado. Jamás se le ocurrió escracharlo a Oyarbide, por ejemplo. Como jamás se le ocurrirá preguntarse si está en condiciones de tirar la primera piedra la mujer que hasta ahora no dio explicaciones satisfactorias sobre los millones de pesos que se esfumaron en nombre de los supuestos sueños compartidos. Tampoco dio explicaciones por sus ataques racistas contra los bolivianos o sus brotes y rebrotes de judeofobia, de los que no se salvó ni siquiera Horacio Verbitsky.

Extrañas carambolas de la política. Bonafini, en uno de sus habituales brotes que la pintan de cuerpo entero, califica a Verbitsky de judío apestoso y otras delicias muy de su estilo y ahora ella marcha presurosa a escarcharlo a Fayt con los argumentos brindados por un Verbitsky sumamente fastidiado porque a Lorenzetti se le ocurrió advertir que el objetivo de la Corte es poner límites al poder.

No recuerdo quién dijo que la moral de Fayt es superior a la de todo el gobierno K. Es muy probable. Se trata de un hombre coherente y honrado, que a lo largo de una vida prolongada defendió los valores de una república democrática. Con su lucidez y sabiduría, Fayt prestigia a la Corte Suprema de Justicia y de alguna manera prestigia a las vapuleadas instituciones de nuestro estado de derecho. No son muchos los jueces supremos de los que se pueda decir lo mismo. Recordemos que cuando el peronismo hizo y deshizo en la Corte como si estuviera en su unidad básica más bizarra, el personaje que sacaron de la galera para que la presidiera fue Nazareno.

Recordemos que Fayt no fue funcionario de ninguna dictadura y, mucho menos, juez de algún régimen de facto. Lo mismo no puede decir la hermana de Kirchner y actual ministra y, mucho menos el señor Zaffaroni, que además de juez de los militares se tomó la licencia de escribir un libro para legitimar los procedimientos de los militares en esos años. Claro que Fayt molesta. Obliga a unos y a otros a mirarse en el espejo. Y, por supuesto, lo que estos caballeros y damas ven no les gusta. Y como a ellos no se les ocurre cambiar, los que tiene que cambiar o irse son los jueces responsables de no darles la razón.

Hace doce años un kirchnerismo recién llegado al poder y deseoso de ganarse rápido la simpatía de una sociedad que prácticamente lo desconocía, resolvió cambiar la Corte Suprema menemista y lo hizo de la mejor manera posible, con un toque decisionista inevitable, pero respetando los valores del pluralismo y afianzando el principio de la independencia de los poderes. Había que hacer buena letra y después beneficiarse con ella. Durante años, cada vez que los kirchneristas querían destacar el carácter progresista de su gobierno se referían a la Corte Suprema. Era el toque de distinción, la prueba de su voluntad progresista.

El problema se presentó cuando la Corte se tomó en serio su rol y empezó a cumplir con sus tareas institucionales. ¿Qué es eso de poner límites, controlar, investigar? No nos entendieron o entendieron mal. Los pusimos allí para hacer propaganda, para que se saquen fotos y se callen la boca, para que nos acompañen, no para que nos digan lo que hay que hacer. ¿Quién les dijo a ustedes que son independientes? No, no entendieron nada, pero si no aprendieron por las buenas aprenderán por las malas. Lorenzetti y Fayt son los primeros, pero no tienen por qué ser los últimos. Vamos por todo.