Sicilia, la tierra mágica del Mediterráneo

Leyenda, arte, historia y tradición se combinan en esta isla de gente cálida y amable. Aquí, un recorrido por algunas de sus principales centros urbanos: la provinciana Catania, tranquila y bulliciosa a la vez; los templos y el Teatro Griego de Siracusa; las dos ciudades que conviven en Ragusa; Agrigento, la tierra de Luigi Pirandello; el ritmo agitado de su capital, Palermo; y, trepada en lo alto de una colina, la bella Taormina.

TEXTOs Y FOTOS. GRACIELA DANERI.

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Catedral de Ragusa Ibla.

 

Procedentes de Malta, arribamos al aeropuerto de Catania (que lleva el nombre de Vincenzo Bellini, el célebre músico autor de “Norma”, su ópera más famosa, e hijo dilecto de la ciudad) y de ahí hasta el centro, durante una siesta muy calurosa. Y, a pesar de la agobiante canícula, iniciamos nuestro periplo siciliano.

Catania tiene el aspecto de esas típicas ciudades italianas de provincia, con amplias avenidas y un área que concentra su núcleo más relevante: la Piazza del Duomo -flanqueada por añejos palazzi- en cuyo centro se erige un sugestivo monumento constituido por un obelisco sostenido sobre el lomo de un elefante; la Universidad; un poco más allá el Teatro Lírico Bellini y a no mucha distancia las ruinas del romano Teatro Antico y su Odeon.

Por esa misma área despuntan el Anfiteatro también romano y el Castello Ursino, cuya construcción data del siglo XIII -hoy sede del Museo Cívico-, ya que fue concebido como parte de todo un sistema costero de defensa, utilizado en su momento también como prisión. Esta obra del Arq. Riccardo da Lentini debe fundamentalmente su relieve histórico al haber sido sede del Parlamento durante I Vespri Siciliani (Las vísperas sicilianas), las cruentas jornadas en que las casas francesa de Anjou y española de Aragón se disputaban el dominio de Sicilia. Para los amantes de la historia italiana, toda una fecunda evocación...

Pasando ya a lo cotidiano, uno de los aspectos realmente folclóricos y atractivos resulta en Catania su extenso y típico mercado callejero, dentro del radio céntrico. A lo largo de varias cuadras, con sus respectivas transversales, centenares de vociferantes puesteros (muchos de ellos cantando trozos de óperas o estribillos relacionados con lo que venden) comercializan hortalizas, frutas, carnes y una variada gama de productos y enseres domésticos, así como las más diversas prendas, calzados, ropa de cama, cortinas y todo lo que se pueda imaginar. Los clientes abundan y constituyen una fauna tan pintoresca como los propios mercaderes: discuten precios mientras piden recetas de cocina o preguntan por tal o cual miembro de la familia que tiene algún problema. Resulta delicioso detenerse en este gran mercado, charlar con los comerciantes y sus clientes y aún más si uno confiesa que es argentino, porque a ninguno de ellos le falta algún hermano, primo, pariente que haya emigrado hacia nuestro país. En Italia son comunes estas ferias populares, que hemos visto en otras ciudades, Roma incluida, pero ninguna nos llenó de satisfacción como la descripta. Así es la provinciana Catania, tranquila y bulliciosa a la vez, con sus resabios del pasado, pero también con su ajetreo contemporáneo.

SIRACUSA, CIUDAD DE LEYENDAS E HISTORIA

Al descender del tren, encontramos en Siracusa una ciudad semejante a la que acabábamos de dejar atrás; claro, nosotros debíamos ir hasta Ortigia, que es la zona más atractiva. Allí, en eso que es efectivamente una pequeña isla y el asentamiento primigenio de la ciudad (fundada varias centurias a.C.), Siracusa adquiere un aspecto diferente, pues está el núcleo central de la urbe -que fuera consagrada a Diana, uno de cuyos sobrenombres era justamente Ortigia-, que aparece como una especie de mini península, unida al resto urbano por varios puentes.

El corso Giacomo Matteotti, tributo al político socialista asesinado por los fascistas, es su arteria principal, una peatonal que parte desde las ruinas de Templo de Apolo (transformado sucesivamente en templo bizantino, mezquita árabe y basílica normanda) y se extiende hasta la Piazza Archimide, un amplio espacio con una fontana en el centro; el trayecto es flanqueado por comercios y reparticiones públicas. Es decir, la vida siracusana transcurre generalmente en ese ámbito y la actividad turística también.

Su espléndida catedral mezcla el barroco siciliano con el rococó, a pesar de que se puede descubrir su planta primitiva y respirar un cierto venticello pagano. Se asegura que su construcción se materializó entre 1552 y 1618, siendo por sus características arquitectónicas otra de las atracciones del lugar.

También lo es el Castello Maniace (del siglo XIII y que debe su nombre a un general bizantino), situado en uno de los confines de la ciudad, de cara al mar, erigido como otra parte del sistema costero de defensa militar durante el reinado de Federico II. Entre los objetos que se exhiben en sus recintos destacan los Carneros de Bronce, escultura helenística de tamaño natural que, se presume, data del siglo III a.C. y que fuera traída desde Constantinopla. En torno a ella ronda todo visitante fotografiándola y fotografiándose.

La Magna Grecia dejó grandes y ricas huellas en Siracusa-Ortigia, a la que Píndaro denominó “la morada de Artemisa”. Y según la leyenda, el Oráculo de Delfos le vaticinó a Archias, en el VII a.C.: “La isla Ortigia yace en el océano neblinoso donde la boca de Alfeo borbotea, mezclándose con la fontana Aretusa, y allí alzarás la ciudad de tus sueños”.

Con sus templos que ahora son sólidos restos de columnas y piedras agrupadas en diferentes espacios, o el Teatro Griego ubicado dentro de un vasto parque arqueológico, que se preserva en otro de los extremos de la ciudad, testimonia un glorioso ayer, que hace de Siracusa la reina del Mare Nostrum.

RAGUSA, DOS EN UNA

El propietario del B&B que habíamos reservado en Ragusa se ofreció a esperarnos con su auto en la estación y así lo hizo. A este hombre amabilísimo -como la generalidad de los sicilianos- no le fue difícil individualizarnos. Después de todo éramos pocos los pasajeros que descendimos del tren. En el trayecto nos explicó el motivo de esa servicial atención: a pesar de que la ciudad es pequeña, nos resultaría difícil localizar su albergo, que si bien estaba en el centro, ir desde la estación hasta él significaba sumergirnos en un laberinto de calles y callejuelas estrechas que serpentean hasta la principal (el corso Italia). Una vez ahí, encontrar la transversal donde está emplazado el pequeño y confortable alojamiento no sería sencillo. Días después, cuando partimos de Ragusa, fue su propia hija quien insistió en llevarnos a la estación, a pesar de que nosotros ya nos habíamos familiarizado con la urbe y habíamos identificado el bus que podía dejarnos frente al ferrocarril.

Un terremoto que asoló la región allá por 1693 fue determinante para el destino de la ciudad. Ella se reconstruyó en la parte alta de la región, sobre una colina que no resultó afectada por el sismo, mientras que en la baja quedaron las ruinas de la urbe primigenia, que con el transcurrir del tiempo también fue reconstruida. Hoy en día Ragusa constituye algo así como dos ciudades en una, identificándose la original e histórica como Ragusa Ibla.

Un autobús urbano nos condujo hasta ésta, entre calles y caminos ensortijados que descienden hasta el lugar. Y allí es donde está la parte más atractiva. Al fondo de una de sus calles centrales, con palmeras arbolándolas, están las escalinatas que conducen hasta el Duomo di San Giorgio, un magnífico templo barroco que domina la amplia arteria, a su vez bordeada por algunos palazzi tradicionales (como el Cosentini) y otras iglesias que también ostentan su rango.

La vida transcurre apacible en ese lugar frecuentado esencialmente por turistas, al igual que en la Ragusa nueva, donde un pequeño centro comercial alberga todo lo que tiene que tener, con su propia catedral, delante y detrás de la cual sendas peatonales congregan el resto de la actividad mercantil, bancaria y gastronómica. En uno de los extremos de ellas, algún puente las conecta con otros barrios, mientras que una especie de panorámico balcón expone las partes bajas de la ciudad, que se edificó (preventivamente) sobre una colina. No se ven grandes hoteles por aquí, sino los clásicos B&B, acordes con las necesidades de Ragusa.

LA AGRIGENTO DE LOS TEMPLOS

Sus pronunciados declives urbanos particularizan a Agrigento, cosa que notamos apenas el tren nos dejó en los andenes de la Stazione Centrale. Desde ellos hay que ascender dos pisos por soberbias e impecables escaleras de mármol para acceder al hall principal y de allí hacia la calle misma. Calles que, en su trazado, ascienden y descienden caprichosamente, además de conformar otro verdadero laberinto. Hay también callejuelas interiores a las que sólo se accede a través de más escaleras, dado que su trazado en sí consiste en eso, sólo escaleras.

De todas maneras, Agrigento es otra de las bellas ciudades de Sicilia, en la cual nació Luigi Pirandello. La Via Atenea es algo así como su columna vertebral: todo converge en ella, o está en sus inmediaciones, extendiéndose hasta la Piazza Pirandello, frente mismo al Comune. Además, en el interior del edificio comunal se halla el teatro que, obviamente, lleva el nombre del insigne dramaturgo Premio Nobel de Literatura. La sala es de estructura neoclásica, con una capacidad cercana a los seiscientos espectadores y se inauguró en 1880 con el nombre de Regina Margherita. El de Pirandello se le otorgó en 1946, durante la conmemoración del décimo aniversario de la muerte de don Luigi.

La Piazza Purgatorio se perfila en un recodo de la Via Atenea y ahí mismo está la chiesa de San Lorenzo, conocida también como Iglesia del Purgatorio. Es un templo barroco que hoy no oficia como tal, pero cuya construcción se inició en 1650 y se completó en 1665. Ahora el recinto está destinado a actos culturales Un típico barcito de los que abundan en Italia instala sus mesas en la pequeña placita, donde los parroquianos bien pueden decir que van a tomar café o lo que les apetezca ¡al Purgatorio!

En la periferia de la ciudad está lo que se denomina La Valle dei Templi, un vasto espacio arqueológico que la Unesco declaró Patrimonio de la Humanidad. Ahí perduran las ruinas de ese Agrigento que fue parte de la Magna Grecia; allí también están sus templos, como el de la Concordia, una especie de Partenón erigido entre 440-430 a.C, y los restos de muchos otros de los que hoy permanecen en pie (con suerte) sólo algunas columnas o fragmentos de ellas y capiteles diseminados por el parque pedregoso. Entre éstos, aquellos de los mitológicos Vulcano, dios del fuego; Hércules; Cástor y Pólux. Desde ese valle, visto por sobre el Giardino della Kolymbetra (en una de sus obras Pirandello escribió sobre él) -que era una especie de piscina usada por los romanos para juegos de agua- despunta en lo alto y a la distancia la Agrigento actual, en la cima de una colina.

La Valle dei Templi representa un placer enorme para los que aman el arte y la cultura griegos, al punto que nada impide su recorrido, aun bajo un sol implacable. Vale la pena recalcar que, a pesar de que se paga para ingresar allí, cuando mostramos nuestros pasaportes argentinos, los guardias nos dijeron: “Argentini? Della terra di Papa Francesco! Voi non dovete pagare, prego!”

Otro mediodía caluroso dejamos el hotel y volvimos a descender las marmóreas escalinatas de la Stazione Centrale para aguardar la partida el tren que nos llevaría a nuestro próximo destino: Palermo.

PALERMO, LA CAPITAL

La estación ferroviaria es más grande que cualquiera de las que recalamos en escalas anteriores; la ciudad, también, como que hoy alberga una población superior a los 600.000 habitantes. Una amplia plaza se halla frente a ella y, al atravesarla, la Via Roma se extiende como una de sus principales arterias: en torno a ella encontraremos los sitios característicos del lugar, como la Fontana Pretoria, ahí donde el corso Vittorio Emanuele se cruza con la Via Maqueda, en la plaza Don Pedro Alvarez de Toledo. Se trata de una fuente de mármol de apreciables dimensiones que data de 1554, ideada a instancias de este hombre. Español él, don Pedro fue virrey de Nápoles, militar y mecenas de las bellas artes. Su propósito parece haber sido instalarla en su residencia florentina, pero no llegó a ver concretado ese objetivo. Tras su muerte, el Senado palermitano se la adquirió a su hijo y la ubicó donde ahora se encuentra. No faltó entonces quien la denominase la fontana della vergogna, a causa de la cantidad de imágenes desnudas que posee.

Más adelante, a un costado de la propia Vittorio Emanuele, está la Catedral, un imponente complejo edilicio cuya construcción arrancó en 1185 y, por lo tanto, al cabo de los siglos su forma estuvo sujeta a diversos estilos arquitectónicos. Siguiendo por la misma calle se llega a la Porta Nuova, portal al estilo (sólo al estilo) de un arco de triunfo, y al trasponerlo encontramos el Palacio de los Normandos, de monolítica estirpe medieval, uno de cuyos anexos hoy es también sede de la Asamblea Regional. De muros elevados, es otro de los emblemas de este Palermo de ritmo más agitado que el de otras ciudades sicilianas.

TAORMINA, LA PIU BELLA

Sin duda, es una de las más bellas ciudades sicilianas, con el mar extendiéndose sobre la costa Este y el Etna humeando por el otro (dicen que, de vez en cuando, suele vérselo expeler humo durante las primeras horas de la mañana). Teníamos al volcán frente a la ventana de nuestra habitación del B&B, pero nunca lo vimos activo. Paciencia, otra vez será.

Lo que sí vimos es la actividad de Taormina, que se concentra, esencialmente, a lo largo de una sola calle (il Corso Umberto I), en el atractivo tramo que va desde Porta Catania a Porta Messina. Ahí están sus comercios, sus bares y ristoranti; la actividad urbana en su conjunto se desarrolla a lo largo de esos pintorescos centenares de metros, por los cuales los turistas circulan permanentemente, así como también los lugareños. Inclusive, hay hoteles con generosas terrazas con vista al mar, algunas iglesias y piazzali varios; el Duomo tiene su espacio ahí también, frente a una fontana donde el agua fluye ininterrumpidamente.

Próximo a Porta Messina, el Palazzo Corvaja es una construcción de estilo morisco que data del siglo XIV, con almenas y ventanas ojivales, estando hoy destinado a exposiciones. En las cercanías perduran las ruinas del antiguo teatro greco-romano (llamado el teatrillo, por su reducido tamaño), con los restos de lo que fue su odeón. Todo esto se edificó sobre los restos de un templo griego dedicado a Afrodita, diosa de la belleza, la lujuria y la sexualidad. Y la actual Taormina detenta hoy algunas de esas cualidades: sus bellísimas playas y la lujuria de sus vistas panorámicas.

La zona de ese mismo extremo de Taormina preserva otras ruinas teatrales, como la del anfiteatro griego, que también data de la época helénica, a la vera de las cuales desfilan innumerables turistas y, por lo tanto, abundan los kioscos de ventas de souvenires y recuerdos alusivos.

Por la noche, il corso Umberto I es un desfile incesante de gente; en ristoranti y trattorie se juntan músicos amenizando a los comensales con canciones de todo el mundo; por ahí, alguno pide un tango (sí, un argentino, por supuesto), y los instrumentistas lo complacen con “El choclo” o un tema de Piazzolla. Cuando anochece Taormina es una fiesta popular. ¡Mejor ni imaginar en lo que se transforma esa calle durante el Festival de Cine!

La ciudad supo albergar a una generación de notables de la literatura, que pasó por ella y cuyos miembros hasta llegaron a residir aquí por algún tiempo. De Tennessee Williams, por ejemplo, se cuenta que, en uno de sus hoteles, escribió parte de “La gata en el tejado...” y de “Un tranvía llamado...”; otros fueron Thomas Mann, Truman Capote, Somerset Maugham, Gide, Cocteau, D. H. Lawrence, Durrell, incluyendo al mismísimo Winston Churchill.

Por la mañana de un día laborable, el corso recobra su fisonomía habitual; su ritmo cansino, los comercios reabren sus puertas y algún turista, equipaje en mano, va en busca del taxi que lo conduzca a la estación.

Hay que destacar que Taormina (que fue cruzada también por bizantinos y árabes y recuperada por Roger I de Sicilia) se encuentra trepada en lo alto de una colina (el Monte Tauro de los griegos, de donde deriva su nombre) mientras que la estación ferroviaria (la Giardini-Naxos), se halla mucho más abajo, sobre el nivel del mar, debiéndose acceder a aquélla recorriendo los varios kilómetros que serpentean hasta (o desde) la urbe en sí. Es que Naxos fue la fundación primigenia y el Monte Tauro era una fortaleza.

Una vez más y haciendo honor a la cordialidad y receptividad siciliana, fue el propietario de nuestro B&B quien nos acercó en su auto hasta la propia estación para obviarnos el ajetreo, que incluía el desplazamiento por el verdadero enjambre de calles angostas que abundan en el lugar.

En suma, Sicilia es una isla mágica donde no sólo se enseñorean la leyenda, la Historia, el arte y la tradición, sino también gente cálida y amabilísima, envuelta en los dulces aromas de limoneros, naranjos, mandarinos, olivos, almendros y laureles, a la que da marco el azzurro del Mediterráneo.

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Castello Ursino.

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Templo de la Concordia, Agrigento.

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Inicio de peatonal de Siracusa.

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Interior del Castello Maniace, Siracusa.

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Lateral de la Catedral de Palermo.

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Plaza central de Catania.

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Callejuela de Taormina.

MONREALE, IMPERDIBLE

Desde la plaza frente a la estación ferroviaria de Palermo se llega a Monreale (Mons Regalis) en un brevísimo trayecto en autobús. Su catedral y monasterio benedictino, lo más llamativo del lugar, es lo que nos impulsó a trasladarnos hasta allí. Efectivamente la catedral es una de las más altas expresiones del arte normando (de la época de Guillermo II de Normandía), con detalles de inspiración árabe, construida entre 1172 y 1190. Su interior está inundado de magníficos dorados y colores esplendentes. Con los ornamentos eclesiásticos de su interior, hoy es un sitio frecuentado por amantes del arte, devotos y turistas (que no siempre son demasiado devotos, ni demasiado gustadores del arte). Su entorno es rústico, pero pintoresco, un villorrio pueblerino de callecitas ondulantes, con escalinatas que conducen a los diferentes estamentos urbanos, templo incluido. La arteria central nuclea la vida doméstica del lugar.