editorial

  • La cuestión del tiempo asume una condición crucial en este conflicto.

El descarnado ataque contra el juez Fayt

La presión del gobierno nacional para que el juez Carlos Fayt abandone la Corte Suprema de Justicia de la Nación se sostiene en el tiempo -pese al generalizado repudio que han producido la virulencia e ilegalidad del ataque- e incrementa su nivel a medida que se acerca la fecha de vencimiento de la actual gestión presidencial.

La cuestión del tiempo asume una condición crucial en este conflicto, que por distintas razones se convierte en una carrera contra él. Mientras el propio Fayt, a sus 97 años, se ha convertido en un fuerte emblema de resistencia -en primer lugar biológica, pero sobre todo institucional-, para la presidente de la Nación y sus allegados se vuelve una cuestión apremiante, en la medida en que el 10 de diciembre, y más allá de qué tanto pueda para después de ese día el resultado electoral de octubre, deberán desalojar la Casa Rosada y quedar a la intemperie del aluvión de causas judiciales por ahora contenido.

El propósito de fabricarse un refugio para tales inclemencias es lo que motiva, esta vez y de manera excluyente, la estrategia de provocar una nueva vacante en el Alto Tribunal, en el afán de forzar la necesidad de cobertura y negociar la colocación de cuanto menos un ministro afín en la cúspide del Poder Judicial.

Esta pulsión de supervivencia se impone, entonces, a cualquier decoro o consideración sobre el injusto manoseo al que se somete a una figura honrosa del mundo intelectual, jurídico e institucional del país, y se acaba por enlodar, de una u otra manera, una trayectoria intachable.

A los efectos descriptos, el kirchnerismo aplica nuevamente el marco conceptual que rigió toda su andadura en el poder: la rígida divisoria entre propios y ajenos, la absoluta descalificación o escarnio de quien no pertenece al mismo bando, el desprecio hacia el pensamiento disidente o matizado, la medición con diferentes raseros de la calidad o los actos de los personajes públicos, y la denigración de quienes, por las razones apuntadas, son automáticamente enrolados en el sector enemigo.

Con el verticalismo llevado a un nivel de vehemencia que excede cualquier atisbo de reparo o pudor, los soldados de la mandataria repiten a coro el discurso que le impone la conveniencia de ocasión, sin más margen para la improvisación que el de la búsqueda de sinónimos creativos, construcciones pretendidamente ingeniosas o variaciones de tono -mayestático, épico, burlesco o intimidatorio-, según el tenor de las circunstancias y la disponibilidad de recursos histriónicos del orador.

Desde antes de 1853, y abrevando en la más desarrollada cultura política del Viejo Mundo, los argentinos bregan por la construcción y progresivo perfeccionamiento de un mecanismo que permita a la Nación sobrevivir al arbitrio de los personalismos y a la voluntad e intereses del gobernante de turno, bajo una premisa tan esencial como la de sostener y apuntalar la preeminencia de las leyes. Por eso, es que la embestida del kirchnerismo, fundada en el imperativo de la búsqueda de impunidad para el grupo de individuos que durante casi doce años ha usufructuado las ventajas de hacer un aprovechamiento venal del poder, excede con mucho el inmerecido vapuleo de la figura de Carlos Fayt y se convierte en la muestra palmaria de una concepción del Estado y de la cosa pública que remite a la precariedad y las convulsiones del período preconstituyente.

Con el verticalismo llevado a un nivel de vehemencia que excede cualquier atisbo de reparo o pudor, los soldados de la mandataria repiten a coro el discurso que le impone la conveniencia de ocasión.