Crónica política

La Señora tiene miedo 

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Cristina Kirchner, Lázaro Báez y Cristobal López. Ilustración Lucas Cejas

por Rogelio Alaniz

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“La hora de la tristeza de Dios” (Drummond de Andrade).

La Señora tiene miedo. Hace bien en tenerlo. Cualquiera lo tendría en su lugar. Ella, por supuesto, no es “cualquiera”, pero lo cierto es que ahora tiene miedo. Afuera oscurece y desde el cuarto, los árboles parecen sombras y detrás de las sombras presiente que hay más sombras. Es la hora del reposo, la hora inmensa y solitaria cuando las preguntas se quedan sin respuestas, las palabras parecen despojadas de sonidos y los silencios se prolongan insomnes a lo largo de la noche interminable.

La Señora tiene miedo. No es el presente, no es el pasado, es el futuro el que la acongoja. Un futuro cada vez más inmediato, inevitable como la llegada del alba, el paso implacable de las horas, la salida luminosa del sol. ¿Cómo escapar a la fuerza de las cosas? ¿Cómo eludir las celadas del destino, las zancadillas de la suerte o, para ser más preciso, de la mala suerte?

El futuro. El futuro acechando como un asaltante de caminos, tendiendo emboscadas, esperando confiado la llegada de la víctima. Ella que confió ciega en el presente, que apostó a la eternidad del presente, que se jactó de vivir en un presente permanente donde todo era placer, ahora sospecha, presiente, teme, que el tiempo que siempre fue dócil y sumiso se le escape de las manos. Que las horas caen como plumas, se deshacen como copos de nieve, revolotean débiles en el viento, se escurren entre el césped de la quinta, entre el follaje de los árboles.

Es la hora de la melancolía y la tristeza; de la soledad y el desvelo; del insomnio y la culpa. La hora cuando el poder se revela impotente y, la riqueza, inútil. Es la hora en la que se anuncia la rendición de cuentas, las explicaciones sin coartadas, sin justificaciones, sin recursos retóricos. Es la hora de la verdad y también la hora de las sanciones y los castigos. La hora de la justicia.

La Señora tiene miedo. Puede disimularlo en medio de la multitud de incondicionales, bajo la luz de las lámparas o parada en la tarima delante de los micrófonos. En el bullicio de la mañana, en el estrépito de los actos públicos, todo parece consistente, sólido, eterno como las nieves de la montaña o como ese viento que sopla impiadoso en la Patagonia silenciosa y lejana.

A veces un rumor, un murmullo, algo así como un leve escalofrío, un helado estremecimiento parecido a un temblor, recuerda la presencia de esa pesadilla persistente, tenaz que impide conciliar el sueño. Cuánta oscuridad, cuánto silencio, cuánta soledad. ¿Cómo pudo ser posible? ¿Qué falló, qué se hizo mal, quién no hizo lo que correspondía?

La Señora tiene miedo. No lo puede gritar, no lo puede decir, tampoco puede contarlo, pero sabe que está allí, agazapado entre las sombras del cuarto, insinuándose en la vacilante luz de los espejos, palpitando como un animal dormido entre las sombras, implacable y tenaz, sólido y consistente como una montaña, como un muro, como el cerrojo de una puerta que se cierra para siempre, como las espaldas de una multitud que de pronto ha decidido retirarse y dejarla a Ella sola, rodeada de fantasmas y espectros en ese inmenso Salón Blanco.

¿Qué hacer? ¿Cómo eludir la trampa? ¿Cómo impedir aquello que se insinúa como inevitable?¿Cómo postergarlo? Lo peor de todo es la oscuridad y el silencio, la soledad y el vacío. Donde antes había luz ahora hay sombras; donde antes había risas y voces, ahora hay lágrimas apagadas y sollozos invisibles; donde había multitudes, ahora hay desolación, como si la tierra se hubiera transformado en una estepa helada o en un planeta desierto.

La Señora tiene miedo. No lo nombra, pero Ella sabe muy bien que sigue allí, persistente, empecinado, paciente. Está a su lado, muy cerca suyo, tal vez dentro suyo. No lo ve, no lo percibe, no lo escucha, pero Ella sabe que sigue allí como un centinela, como un perro de presa, silencioso y amenazante, sigiloso como un ofidio y real como una pesadilla.

La fiesta está llegando a su fin y hay que pagar los gastos. Todos. Los de Ella, los de Él y los de los Otros. Familiares, amigos, hijos y entenados. Todos. Lo sabía, siempre lo supo, incluso en medio del jolgorio, mucho antes de que la orquesta iniciara el baile. Nada es eterno. Mucho menos el poder y la gloria. Alguna vez escuchó que alguien dijo que en todas las circunstancias es la muerte la que gana la batalla.

Eso también lo sabía. O, por lo menos, lo presentía. Ella y Él lo sabían. Pero ahora Él no está. Y Ella se quedó sola. Ahora entiende cuando alguien que no recuerda le sugirió que a veces lo peor no es la muerte. Él se fue, pero sonríe feliz desde las estatuas, los monumentos, las avenidas y autopistas que lo honran. Su nombre resplandece luminoso y radiante en los edificios públicos. Ayer mismo Ella inauguró un centro cultural que lleva su nombre. ¿Para qué? ¿Por qué? No lo sabe; no tiene respuestas, salvo la certeza de saber que la que se quedó sola fue Ella. Sola y perdida como un astronauta en la noche inmensa.

La Señora tiene miedo. Ha intentado leer para distraerse, pero lo de siempre: los libros aburren, cansan, resultan desabridos, demasiado complicados. ¿Para qué leer si hay gente pagada para eso, para que le transmitan un rato antes de los discursos, en palabras sencillas y breves, las citas oportunas, las referencias a episodios que desconoce o en los que estuvo ausente?¿Para qué?

No, los libros nunca fueron una buena compañía. Por el contrario, siempre se presentaron como una dificultad, un trastorno. No hay verdad en los libros. No son ni leales ni sumisos. Por el contrario, complican, perturban, confunden. Salvo algunos, claro está: Paulo Coelho, por ejemplo. O Jorge Bucay. ¿Por que no Pilar Sordo? ¿O Corín Tellado? ¿O Nora Roberts?

No. No hay verdad en los libros. Zapatos “stiletto” de Ricky Sarkany, Claude Benard o Dolce Gabanna dan mucho más satisfacciones. Ni hablar de un bolso de mano de Loewe o Ferragamo. O una cartera de Vuitton, Chanel o Fendi. ¿Libros? Opacos, monótonos, feos. Todo lo contrario a un Rolex Lady Date Just. O un diseño de Martín Churba. O un collar de perlas de Coco Chanel. O una campera de Gloria López Sauqué. En estos temas no hay vueltas que darle: un cambio de vestuario es siempre superior a un cambio de relato o a un cambio de lectura.

Claro que no estaban equivocados los compañeros cuando en los buenos tiempos cantaban a voz de cuello: “Alpargatas sí, libros no”. ¿Alpargatas? No para Ella por supuesto. Gucci, Burberry o Hermes tienen la palabra. Resignarse o morir. Sobre estos temas, Susana Giménez y Mirtha Legrand son mucho más entretenidas y sabias que Norma Arrostito y Rosa Luxemburgo.

La señora tiene miedo. Alguna vez supuso que su destino sería el de Michelle Bachelet. Que, como ella, regresaría al poder arrullada en los brazos del pueblo. Maula el tiempo. Ahora teme que su destino sea el de María Julia, María Julia Alsogaray, se entiende. O el de Isabel, la compañera Isabelita, la misma a la que Ella apoyó con tanto entusiasmo en los tiempos lejanos de la recuperación de la democracia, cuando Ella ignoraba que existiera un concepto que se llama “derechos humanos”, entre otras cosas porque entonces Él y Ella estaban ocupados en faenas mucho más reconfortables, prácticas y beneficiosas que perder tiempo en conflictos perturbadores protagonizados por personajes que “algo habrán hecho” para merecer ese destino. Lo que se dice: una pareja de abogados jóvenes y exitosos.

La Señora tiene miedo. Miedo por su hijo, miedo por los amigos de su hijo, miedo por los amigos de Él y miedo por los socios que Él y Ella eligieron. Miedo de quedarse sola. Miedo de rendir cuentas por lo que pasó con un señor llamado Lázaro, otro que responde al nombre de Amado y otro a quien se conoce con el nombre de Cristóbal. Miedo porque el poder se va y se aproxima la hora en que habrá que dar explicaciones en serio por la firma de un Memorándum vendepatria y el asesinato de un fiscal. La Señora tiene miedo. Y tal vez tenga razón en tenerlo.