editorial

  • La inauguración del Centro Cultural Kirchner es tan significativa para la cultura argentina, como representativa de la torcida concepción del poder del sector gobernante.

Megalomanía y pequeñez

En una semana de alta exposición, con sucesivas apariciones por cadena nacional, y en el contexto de la estrategia de apropiaciones simbólicas desarrollada por el oficialismo, la presidente Cristina Fernández dejó inaugurado el Centro Cultural Kirchner; una obra monumental que, por distintas razones, asume también la condición de emblemática.

Corresponde decir, en primer término, que se trata de un emprendimiento formidable, cuya simple existencia y las posibilidades que abre entrañan un aporte fundamental para la cultura argentina. En ese sentido, la habilitación de la sala sinfónica pintorescamente denominada Ballena Azul -una de las más grandes del mundo- constituye un hito insoslayable.

En cuanto al Centro Cultural en términos de inversión, y más allá del impacto de su condición faraónica, necesariamente estará sometido a los análisis de costo-beneficio en cuanto al dinero erogado y al uso efectivo que se vaya a hacer de sus instalaciones. En la determinación de esos números y la explotación de su potencial, se cifrará la ecuación. Pero sería necio ignorar su importancia y significación.

Por lo mismo, resulta tan irritante el contraste entre la esencial trascendencia del hecho y la estrechez de miras de los criterios que lo tiñeron, como así también la grosera magnificación que otorga soporte a la muestra “permanente” dedicada al ex presidente Néstor Kirchner.

La propia denominación del Centro, “Kirchner” a secas, parece formar parte de la estrategia de canonización laica del ex consorte presidencial, promovido por su viuda en la continuidad de su propio mandato. Pero a la vez, como apuntara acertadamente una columnista en uno de los principales diarios porteños, resulta un homenaje a la estirpe, cuyas diversas generaciones aparecen reflejadas en fotografías y audios; una desvergonzada operación de propaganda a la que ni tan siquiera le faltan los ingredientes de sensiblería y manipulación emotiva, como sustento del catecismo patagónico devenido en improbable legado de la familia gobernante a la posteridad.

La puesta en escena que dio el pistoletazo de largada a esta suntuosa realización también fue un fiel reflejo del destino que el kirchnerismo reserva a la cultura nacional: ser otro objeto de apropiación. Lo mismo que hizo con los derechos humanos, en una política que quedó nuevamente representada con la inauguración del Centro de la Memoria en la ex Esma -donde brillaron por su ausencia las alusiones a los juicios a las juntas militares y al gobierno de Raúl Alfonsín- y que halla nuevo cauce por estas horas con los fastos del traslado del sable corvo de San Martín y el discurso de la mandataria por el aniversario de la Revolución de Mayo (y la asunción de Néstor Kirchner).

En la inauguración del Centro Cultural, más allá del epicentro megalómano puesto en el personalismo, se vio recogida otra característica de los regímenes autoritarios e ínsita a la concepción kirchnerista del poder: la convocatoria a representantes del arte y la cultura que comulgan con el modelo, y la consabida segregación de quienes no lo hacen, que, como tales, integran no declaradas “listas negras”. Mezquindades que, una vez más, empequeñecen el espíritu de iniciativas con destino de grandeza.

La denominación del emprendimiento y la naturaleza de la muestra permanente habilitada, se ajustan a la estrategia de canonización laica del ex consorte presidencial.