Digo yo

Decorados

Decorados

Foto: Fotomontaje: Alejandro Moulins.

 

Natalia Pandolfo

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Ha llegado la hora de pararse encima del propio juicio, tomar coraje, encender el televisor, ver. A veces se lo veía antes, cuando él traía musicales y la videograbadora esperaba con un VHS a punto para captar la visita de un cantante internacional. Después se lo fue perdiendo -como pierde uno tantas cosas-, porque decide perderlas.

Hay quienes -unos tres millones, según dicen que dicen- lo siguen viendo.

El monstruo creció a tal punto que su apellido se convirtió en sustantivo: la tinellización. No cualquiera lo logra. Tratados, estudios, debates académicos. Toda una matriz de pensamiento, palabra, obra y omisión capturada bajo el paraguas de esa palabra. Un esquema misógino construido por un sujeto que, faltaba más, se da el gusto de posar con el cartel de “Ni una menos”, la campaña para frenar los ataques violentos contra las mujeres.

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La primera escena es cinco culos, sus calzones dorados, la música estridente y luego él, altísimo, de elegante sport, tirando besos. Toma con sus manos cada lateral de la cámara y se ríe de punta a punta. Grita desaforado, saluda a América, la música aún más fuerte, las chicas, sus culos turgentes.

Él cuenta de la milanesa fría que le dejó anoche Olga -todos, se supone, sabemos quién es Olga; y los que no, intuimos sin demasiado esfuerzo-. La Personalidad de la Cultura porteña habla y cuenta cosas menores, se toma su tiempo. Los culos marcan el ritmo, a modo de telón de fondo.

Hace chistes malos y tres señores de traje se ríen: son sus empleados. Grita como tarado y la gente aúlla: es su público. Dice cualquier cosa y las chicas estiran hasta las orejas los labios pintados de rojo: son el decorado. Se hace el enojado porque le entregaron tarde el espacio y los reidores ríen: es su condena.

Presenta a las estrellas del show: tira el nombre, respira, tira el apellido, y ya el agudo parece que llegó al tope. Los oídos están exhaustos de tanta adrenalina. Van apenas siete minutos.

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Habla Flor de la V y él se finge tentado. Se dobla al medio, se tapa la boca. Los reidores trabajan cual fábrica en hora pico y escupen alaridos a raudales. “El día de la apertura acá había de todo: enanos, putas, trolos, ¡qué inclusivo!”, festeja Flor y él se esconde detrás del hombro de ella porque -se sabe- no da más de la risa.

“Estoy a dos vómitos de mi peso ideal”, comenta ella. Él celebra. Stop.

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Habla Alberto Samid, el empresario frigorífico. Exponen temas políticos con el conductor. La chica que lo acompaña, su culo en primer plano, lo interrumpe, pide el micrófono y dice: “Queremos una Argentina unida”. Y queda ahí, entre satisfecha y confundida. Después sigue un discurso de unos 20 minutos entre ambos varones. Ella mira a cámara y sonríe. Stop.

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Entra Verónica Ojeda, embutida en un traje chillón, su pelo blanco de tan amarillo. “Es una Barbie”, dice uno de los que tienen micrófono full time, como si halagara. Ella habla de su desazón porque una jueza no le permitió poner a su hijo, hijo de Maradona, frente a cámaras. “Él lo muestra en cámara y yo no lo puedo mostrar” dice, como si hablara de un potus. Stop.

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Él presenta a una bailarina cuyo mérito es ser la esposa del productor del programa. Ella dice que quiere ser conductora de programas infantiles. El conductor, el productor, los satélites, se ríen. Ella va de acompañante de un “profesional talentoso”: Fernando Dente.

—Hemos visto cosas mucho peores -dicen ambos varones.

Ella revolea los ojos. Vamos a la pausa, las chicas de los calzones dorados saltan como resortes de sus asientos y se ponen en posición de decorado. Stop.