OCIO TRABAJADO

“Historia universal de una persona” (*)

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Michel de Montaigne en la visión de Cejas.

Ilustración de LUCAS CEJAS

 

Estanislao Giménez Corte

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http://blogs.ellitoral.com/ocio_ trabajado

“Así, lector, yo mismo soy el asunto de mi libro. No hay razón, entonces, para que emplees tu ocio en un tema tan frívolo y tan vano. Adiós, pues”.

Montaigne, Ensayos, 1580

“Retirado en la paz de estos desiertos,

con pocos, pero doctos libros juntos,

vivo en conversación con los difuntos

y escucho con mis ojos a los muertos”.

Quevedo, Desde la torre, 1648

I. ¡AH, LA LIBERTAD!

Aquí, el ensayista abreva en las fuentes que tiene a la mano y bebe de ellas a sorbos caprichosos e inconstantes y transpira después -una exudación nerviosa- apenas acabado el habitual proceso de cada mañana, placentera catarsis que el organismo del solitario precisa tanto como el del real líquido elemento que lo acompaña a su derecha, en una copa sobre el escritorio que heredó de su padre y que decora el castillo en el que, a sus 38 años, ha decidido “retirarse del mundo”.

Sucede, para su sobresalto permanente, que los líquidos y los sonidos que el hombre se mete en el cuerpo son expulsados a diario en forma de tos, de regurgitación, de contracción sobre la página limpia o pergamino sepia que yace ahí debajo. Estos espasmos trazan sobre el lienzo de ocasión colores y palabras en los que sólo ve, al final, una imagen de sí mismo: él retratado por él. Más todavía. O peor. Aunque se haya esforzado notablemente en pensar teorías y escuelas y poetas y épocas sólo llega, tras agotar el recorrido (esa “ansia de experimentar lo inalcanzable sin moverse de su sitio”), a hablar de sí mismo. Es, lo sabe ya, imposibilidad: una fatal cosa que está en los huesos, en los nervios mismos, en los propios dedos manchados de una persona que escribe y que, sí, acaba por escribirse a sí misma, círculo y destino de un autor. Es más o menos lo que cientos de años después, un tal Capote señalará como el flagelo elemental de los trabajadores de la palabra (un sujeto inmolado por y en su obra; la idea de “el don y el látigo”). Después dirán de él: “Cuanto más subjetivo es, mayor cantidad de otros representa”. Aquí el ensayista, espejo de sí a pesar suyo, se lamenta apenas que tanto caminar lo haya llevado a su propia puerta. Pero la libertad...

II. ¡AH, EL GOCE FÍSICO!

Toda la historia después lo consagrará como el inventor de un género -el ensayo- que viene del epistolar, de la crónica, que corteja a la literatura, pero que sobre todo puede pensarse como la ampliación total del tono confesional en un texto: aquí estoy yo y me cuento, parece decir. Diversos autores dirán que un ensayo (**) es “algo en proceso”, “un acopio”, “un (género) híbrido”, “una miscelánea”, “un esbozo”, “un apunte”, “un boceto” de las manías, de las obsesiones, de las ideas de una persona, que salen de sí sólo para caer sobre la página y mostrarse como las entrañas mismas, publicadas, cálidas y ofrecidas de alguien. Todos ellos parecieran rodear esa noción, pero como a prudente distancia, mirando fijamente algo sobre lo que no terminan de hacer foco, escurridizo y, girando en torno de una masa amorfa en permanente desplazamiento. Es lo que el ensayista siente como adrenalina inyectada a diario: el no pertenecer; el poder ser cualquier cosa, de muchas formas, el no tener necesidad de definirse, porque esa definición no existe o nadie la necesita. Pero allí, en esa imposibilidad, se encuentra en parte la explicación de su maravilla. Otros dirán después: “meditaciones dispersas”, “composiciones irregulares, no trabajadas”, “nota personal”, “prosa de modo subjetivo”. Otros dirán una “zona franca”, en la que se “escribe y describe una búsqueda (que) dibuja un movimiento más que un lugar alcanzado. Como la flecha del arquero zen, el ensayo es el trayecto más que dar en el blanco. Pero, a diferencia de la flecha, el movimiento discurre en varias direcciones, exploratorio, muchas veces incierto”. Otros dirán un texto que quiere “tocar” al lector, que algunas veces “se ve obligado a levantar la cabeza, a apartar la vista del texto que tiene frente a sí para suspenderla en el vacío” o que, como dirá otro, una vez leído: “Perdura en mis oídos y en mi boca el intachado goce físico (...)”. Otros dirán una “formulación provisional y no verificada”, redactada “en un texto elástico” (...) “de prosa decantada, de sugestión retórica” (...) “que de un modo subjetivo y fácil trata de un asunto cualquiera (...)”. Otros dirán que el ensayista “es una biblioteca y a la vez es un folclore”. Sí, aquí un texto que no quiere probar nada (acaso porque sabe que nada puede ser probado desde un texto), que se mueve, escandalosamente seductor y deseado, en el plano de la especulación, de la inferencia, de la conjetura.

III. ¡AH, EL PLACER!

Esa naturaleza un tanto indefinida y esquiva es la que permite una apertura sensorial y rítmica al pensamiento, a la imaginación y a la emoción. Virtudes que escapan al pensamiento científico y a otras estructuras oxidadas, rígidas en su tontería, pretendidas maneras de encajar a un autor en fierros fijos; corset, prisión, asfixia de los elaboradores de manuales. El ensayista puede ser una persona cualquiera, con la vida más vulgar y anodina. Todas las noches se pregunta a quién podrá interesar su existencia monocorde y lenta. A la mañana, entiende que no puede hacer otra cosa. Y cuenta, trastabillando con sus bártulos y miopías, los pies sobre los límites calculando el siguiente paso, que cualquier texto que emprenda será un retrato de sí, a veces insípido, pero que no tiene más que dar. Y piensa que sí, que cada persona es un género y que cada género es un proceso no acabado. Observa, cuenta, describe; inventada poción y dosis en delicado equilibrio; fórmula espaciada y personalísima que cada tanto embriaga a alguien. Opiniones, lecturas, juicios vienen del estómago y del pecho, de una síntesis que el cuerpo ha hecho, y van hacia el ensayo en vuelo bajo. Chocan y se posan, yuxtapuestas y en descenso, unas sobre otros, cópula de capas y arcilla, en películas que van dando forma a algo. Yo te leo, viejo Michel de Montaigne. Y siento que los siglos que nos separan no son nada y que estás acá a mi lado y que tu voz es agua que tengo a la mano y que bebo, sed que una vez saciada producirá otra.

(*) Ezequiel Martínez Estrada, en uno de los estudios preliminares a los “Ensayos”, dice: “Se los podría titular Historia...”.

(**) Las ideas y definiciones entrecomilladas sobre el ensayo están tomadas de obras del propio Montaigne, de Bioy Casares, Borges, Beatriz Sarlo, Alberto Giordano y Martínez Estrada.