Nueva versión con notas
Nueva versión con notas
Por Julio Anselmi
16 de junio de 1904, en Dublín, día que ahora es el “Bloomsday” (por Doomsday, Día del Juicio Final en inglés, y Bloom, apellido del Ulises contemporáneo): un día en la vida del agente de publicidad Leopold Bloom (Ulises), del joven intelectual y profesor Stephen Dedalus (Telémaco) y la cantante y esposa de Leopold, Molly Bloom (Penélope) y una miríada de personajes que se cruzan con ellos desde las ocho de la mañana a las dos de la madrugada del día siguiente. De la torre que alquila Stephen pasamos a un colegio, a las orillas del mar, a oficinas, a la redacción de un periódico, al cementerio, a la biblioteca nacional, a una sala de maternidad, a tabernas, a un burdel... La caótica vida de una gran ciudad y la consecuente caótica percepción de las impresiones y sensaciones y recuerdos de los personajes están calibradas matemáticamente, aunque como en la vida misma todo parezca estar sujeto al azar. Y como en la vida, las mínimas, a menudo mezquinas y casi siempre fugaces situaciones cotidianas no impiden la gloria de epifanías y el descenso a los infiernos de la Odisea.
En la grabación que circula de una charla sobre Joyce, Borges bromea y dice que así como las horripilantes fantasías y complicaciones de Swift o de Poe terminaron siendo literatura para niños, puede ser que el Ulises y el Finnegans Wake terminen también formando parte de lo que ha dado en llamarse literatura infanto-juvenil. Ya el lector actual se adentra con otros bagajes en ellas después de las ejercitaciones con los Cantos de Pound, los pastiches de Gadda, las cansinas repeticiones de Robbe-Grillet, las metatartafísicas de Beckett o los azarosos cut-ups de Burroughs.
Del Ulises habría no sólo que elogiar sino catalogar de heroica a la traducción pionera al castellano del argentino José Salas Subirats, publicada por Santiago Rueda en 1945, ya que las posteriores (de José María Valverde -Lumen, 1976- y de Francisco García Tortosa y María Luisa Venegas -Cátedra, 1999-) no hicieron más que corregir algunas soluciones poco felices, intentar otras formas de resonancias o recrear con más aciertos los acertijos lingüísticos. A esas respetables traducciones se suma ahora la excelente que propone El Cuenco de Plata, en la traducción del bahiense Marcelo Zabaloy, con la colaboración del santafesino Edgardo Russo y revisiones de Teresa Arijón, Anne Gatschet y Eugenio Conchez. Esta edición incluye el importante agregado de numerosas anotaciones que sirven para ubicar referencias históricas, biográficas, topográficas o que atañen a los propios personajes o desarrollo de la novela; a traducir las numerosas citas del latín, italiano, francés y demás, con anotaciones puntuales, certeras y concisas, que no interrumpen el proceso de la lectura.