DIGO YO

La espera

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Natalia Pandolfo

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Foto: Pablo Aguirre

Es la misma esquina, el mismo día, seis años después. En esa esquina, Suipacha y Veinticinco, Natalia Acosta esperaba que algún auto parara. Era prostituta. Trabajaba para su hombre, que ahora está preso por otras causas.

El 29 de mayo de 2009, Natalia no volvió a su casa. Desde entonces sus padres no descansan.

“Ésta es mi hija, está desaparecida”, dice María, apostada en la vereda de la sala de velatorios, y reparte folletos desesperadamente. A quien sea que pase. A todos: cualquier conversación se interrumpe cada vez que aparece alguna silueta en el horizonte. “Fíjense por favor, pónganlo en el Facebook, compártanlo con sus amistades”, les ruega a los más jóvenes. Y vuelve a charlar. Se encuentra con amigos, con familiares, con gente que le está dando una mano. A todos los abraza, nunca llora.

En la otra punta de la diagonal, su marido, Ariel, zigzaguea entre los autos repartiendo el rostro de su hija en fotocopias blanco y negro.

Hay unos pibes pegando folletos chiquititos, uno sobre el otro, sobre las columnas: “Es trata. Ella no eligió”. Es la postal inversa del infierno porteño, donde cada día pequeños papeles con datos de chicas que “ofrecen” sus servicios son pegados febrilmente en las calles más transitadas y arrancados, casi al mismo tiempo, por alguien que pasa y ve eso y se indigna y lo rompe y lo tira y aborta con ese pequeño gesto de grandeza, aunque sea remotamente, la posibilidad de que la rueda podrida siga girando.

“Natalia es una chica alegre, comunicativa, súper expresiva, que amaba a sus padres”: la que habla es Isabel Ramallo, una amiga de la mamá. La abraza y se seca las lágrimas enseguida: María no llora.

Lleva un cartel grande que le llena el pecho con el rostro de su hija. Es una mujer bajita, enérgica, con carácter de guerrera. “A mí no me importa si tengo que ir a putear al juez. Mi hija tiene que aparecer”, afirma; la vista al frente, los puños siempre cerrados.

La familia vive en Centenario, en uno de los pasajes de tierra que pincelan la postal del barrio.

Tienen diez hijos. Se pasan los días hablando, buscando, siguiendo pistas, deambulando por oficinas varias. Una vez, en 2009, les pasaron el dato de que quizá Natalia estuviera internada en un neuropsiquiátrico, en Buenos Aires. Allá fueron, con el alma llena de anhelos y la llama siempre encendida del quizás.

Sobrevuela por la calle como un moscardón el prejuicio pegajoso, contagioso, que dice que la piba se fue porque quiso, que andá a saber en qué andaba, que se dejen de joder. La madre se planta: hay que encontrarla.

—Ésta es mi hija, está desaparecida -le cuenta a una chica que pasa con los auriculares puestos, sus botas a la rodilla, su animal print.

—No, gracias.

—Dios quiera que nunca te pase algo así -dice, y sigue haciendo foco en la gente que pasa.

Hay quienes se acercan y le dan un abrazo. Una le ofrece una estampita. Dos chicas se ponen trapos blancos que les tapan la cara y usan el semáforo en rojo para transmitir un mensaje fugaz y efectivo que llegue al señor que está tan apurado por seguir. Hay un hombre de una radio de Las Flores que le propone a María pasar el mensaje, por si alguien sabe algo. Hay anónimos que se acercan y le anotan contactos de personas importantes que, se supone, podrían colaborar. Ella no se pierde un dato.

La semana que viene es el cumpleaños de María: ella ya sabe que lo va a pasar en cama. “Es que ahora tengo toda la polenta, mirá la cantidad de personas que vinieron. Pero hay que volver a casa”, dice. Piensa dos segundos, se despide con un abrazo largo y sigue buscando rostros en el horizonte borroso.