editorial

  • Espectacularización, transfuguismo, ampulosas puestas en escena e imputaciones tan altisonantes como vagas condicionan el mensaje en relevo de la propuesta y el debate.

Los carriles del discurso político

La presidente de la Nación, utilizando los festejos del 25 de Mayo para evocar el sucedáneo de gesta épica encabezada por su fallecido antecesor y consorte. Los principales candidatos a ocupar la Casa Rosada después de diciembre mostrando sus habilidades histriónicas junto a sus propios imitadores, en el show televisivo de mayor rating. Los postulantes a la gobernación de Santa Fe exponiendo sus propuestas de manera sucesiva -pero no simultánea- en el principal canal de noticias porteño, con el comentado final de uno de ellos, el mejor posicionado tras las primarias, exhibiendo al borde de las lágrimas su desconsuelo por lo que considera ataques a su persona. Autoridades políticas que no vacilan en atacar de manera directa a sus circunstanciales rivales electorales, sin tener reparos por su investidura. Legisladores que reclaman selectivas expulsiones partidarias por adhesiones a otras fuerzas, pases y retornos a diferentes espacios políticos, acusaciones de pactos entre sectores para perjudicar a un tercero.

Todas estas cosas sucedieron en los últimos días, en medio del fragor del último tramo de la campaña santafesina y del largo e intenso período previo a la renovación del gobierno nacional. Y en su aparente diversidad constituyen un entramado de la manera en que se desenvuelve actualmente la actividad política, los carriles por los cuales transcurren las pulseadas por el acceso a cargos electivos, y el rol que cumple la sociedad -el electorado- a esos efectos.

La serie de fenómenos concatenados pueden sintetizarse en una serie de términos acuñados o consagrados en el curso de su desenvolvimiento. La farandulización de la política en un contexto de espectacularización de la información. El imperativo de instalar o potenciar la imagen propia, utilizando los recursos que se consideran más aptos para ello y adaptando el formato del “mensaje” a las exigencias de los espacios escogidos para ello. El transfuguismo político, entendido como el libre y despreocupado tránsito entre distintas fuerzas, facilitado por el debilitamiento de un ideario claro e identificatorio. El enarbolamiento de consignas altisonantes y manifestaciones de alto impacto, que no necesariamente guardan proporción con la gravedad o importancia de los hechos aludidos, ni correspondencia con un análisis más estricto de ellos. La generación de impacto por el medio que fuera, priorizando el factor emotivo por encima de una consistente exposición de propuestas o la confrontación de ideas.

Se trata, en todos los casos, de la manifestación de carencias en el espacio del debate público, relegado así al intercambio de “chicanas” de reverberancias tan potentes como fugaces, y dirigido más a un público ávido de entretenimiento que a una ciudadanía dispuesta a llevar a cabo ejercicios intelectuales de comparación, para definir de ese modo sus preferencias electorales.

En este contexto, proliferan a sus anchas viejos preceptos de la cultura antidemocrática, que reservan al político el rol de benefactor circunstancial o de aprovechador sistemático, en un papel dual que los equipara injustamente, y suele encubrir con la coartada de la perspicacia y el cinismo lo que es sobre todo desinterés y ausencia de compromiso.

En medio de los augurios de finales de ciclo, tanto la dirigencia como la comunidad deberían replantear estas cuestiones, para que el discurso político y la demanda social confluyan en un esfuerzo sostenido por mejorar la calidad de la democracia.

La explotación de la imagen y del factor emotivo caen mejor a un público ávido de entretenimiento que a un electorado consciente y comprometido.